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jueves, 27 marzo, 2025
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Sobre el docente contratado y su experiencia

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Por: Saúl D. Kuri Herrera •

La Gualdra 655 / Educación

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  1. Inseguridad laboral y normalización

A cada rato recuerdo que soy profesor contratado. Esto sucede con más viveza y ansiedad cada que se aproxima el fin de semestre. Mi seguridad laboral dura cinco meses veintinueve días, y no puede durar un día más porque después de ello sería acreedor a ciertos derechos que, por cierto, tal vez, no convengan a las cuentas. Para garantizar el cumplimiento de los cursos, que duran algo más de cinco meses veintinueve días, si todo marcha bien, cada docente será acreedor a una prórroga de extensión de un mes y quince días, tiempo que se supone será suficiente para finalizar el semestre. Al término de cada contrato, siguen al menos tres quincenas sin pago, y éstas pueden variar dependiendo la eficiencia del burocrático e impersonal departamento de pagos. En el nivel educativo en que trabajo, si todo marcha bien, el tiempo sin cobrar al finalizar los contratos será de mes y medio, luego de lo cual se pagará dicha prórroga para nuevamente quedar en suspenso otro mes y medio. Todo lo dicho puede variar en el caso de los docentes de recién ingreso, quienes con pesar o sin él habrán de esperar tantos meses como sea necesario. El total de tiempo anual mínimo sin cobrar oscila en torno a los tres meses y puede extenderse (1)

No tener seguridad laboral ni contar con un pago seguro cada fin de semestre, o tener que esperar y confiar en la eficacia de los intermediarios encargados de gestionar todo lo requerido para que los docentes reciban su pago, son sólo algunas de las cosas que experimenta el docente contratado. A la incertidumbre laboral y del pago inseguro, se suma el campo abierto de la experiencia singular de los diversos profesores en situación similar: la duda o la certeza frente a la que cada quien imagina lo que podría significar la estabilidad laboral (acerca de lo que podría o no garantizar); el discernimiento sobre el comportamiento diario y semestral (recuento de arrebatos y conductas “debidas” o “indebidas”); la puesta en perspectiva de nuestros modos de ser y de obrar; es decir, la trifulca personal por cómo uno debe de actuar y esperar: disponiéndose al servicio y a la entrega sin más, a la alienación continua y asumida como algo normal y, claro está, la “conciencia del deber” al que cada quien ha de inclinarse ya por interés, necesidad y conveniencia o, de acuerdo a las autoridades, por “el bien de todas y de todos”. 

A lo largo de cada semestre, pues, cada docente de contrato experimenta y asume de diversas maneras su condición y, si ponemos atención, como puede también inferirse desde el párrafo anterior, el influjo del medio social ante el que cada uno responde y se justifica. 

El profesor de contrato está en un lugar asignado tanto por el sistema educativo –y su normatividad– como por la cultura escolar, tanto por el lugar en el que nace y se desenvuelve como por la historia personal que lo sitúa o lo empuja a donde está. Está a merced de su ubicación en el universo jerárquico al que se integra, de la región en la que nace y se sostiene, de los lugares a los que llega a trabajar y, por supuesto, de su propia historia y necesidad, de su carácter y drama personal. Así, adecua y modela su comportamiento obrando a conveniencia o aun peleando consigo mismo, reproduciendo la cultura predominante gustosamente, parcialmente o sin quererlo. 

Para los docentes que experimentan la condición de contratados, este estado se revela, más tarde que temprano, como un estado normalizado; diluido en la vida personal y las necesidades prácticas, en el trajín cotidiano y el barullo de las cosas humanas y mundanas. En el vaivén de la vida individual y familiar, de los deseos y las ganas, de las dudas o razones utópicas y revolucionarias: la costumbre y la rutina se imponen volviendo en habitual y en algo en apariencia sin problema la falta de certezas. 

Los diversos modos como los profesores experimentan la condición referida podrían agruparse o tratarse separadamente, admitir elucubraciones filosóficas, teorías psicológicas, sociológicas o nacidas de la opinión pública que se inspira en su cultura, convicción y creencia. En cualquier caso, no cabe dudar de que el contexto, la andanza personal e incluso las herencias “genéticas” son determinantes en la recepción o la opinión que nos forjamos sobre nosotros mismos frente a dicha falta de certeza. 

Tal vez sea preferible controlarse y no desesperar, procurar ver siempre las cosas amablemente: innecesario e incómodo andar por la vida comportándose como seres frustrados o malhumorados por no tener asegurado el trabajo y el salario. Salud mental, presión social, preferencia o carácter personal: costumbre, edad, pesimismo, ironía o hilaridad, etcétera; se contrastan y combinan, y en el equilibrio o el desequilibrio germinan forjando y variando la opinión y el sentido que la damos a la condición de ser contratados. Soterradamente, dándonos cuenta, conviviendo con otros o sin hacerlo, la inseguridad se convierte en parte de la vida cotidiana, difuminándose o desapareciendo frente a los otros y, en menor medida, en la soledad de cada uno. 


(1) Este texto forma parte de una serie de reflexiones que he estado elaborando desde hace algún tiempo, este párrafo en lo particular tal vez no sea ya vigente, hace algunos días me enteré que los contratos no serán más de cinco meses veintinueve días sino de seis meses, ¿podrán ahora sí ser acreedores a derechos estos docentes? Desconozco si es verdad.

 

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