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viernes, 11 julio, 2025
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Dos veces fue otoño [Parte 3]

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Por: ÁNGEL SOLANO •

La Gualdra 676 / Río de palabras

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Soledad, infancia y amor  

Mi madre me crió junto con mi tía Porfiria Yolanda Solano Corona, su hermana más cercana. Fui a vivir a casa de mis abuelos tras la separación de mis padres, tendría casi dos años cuando decidieron terminar su relación. No conozco a mi padre, a pesar de que cuando escribo esto (agosto 2024) comencé a crear una relación con sus hermanas.  

Tras la muerte de mi abuela, descubrimos que mi abuelo tenía otra relación y él comenzó a vivir en otro lado y a visitarnos esporádicamente para llevarnos elotes o calabazas que seguía cosechando. Graciela trabajó por un tiempo de auxiliar administrativo en el Ayuntamiento Municipal, mientras Yolanda se encargaba de las actividades en casa, alimentarme y cuidarme. Mi madre trabajaba jornada completa y aún tenía energías para jugar conmigo o acompañarme a realizar mis tareas. Asistí al Jardín de Niños “Evangelina Ozuna Pérez”, ubicado en el centro de Tultepec, donde mi madre en los años 70 fue profesora. Conservo una fotografía de 1977 en donde se le ve con su grupo. Siempre me contaba lo feliz que le hacía enseñar, aunque no pudo continuar ejerciendo esa profesión, ya que las circunstancias económicas e ideológicas no le permitieron su formación en la rama de la pedagogía o la docencia. Nunca dejó de instruir, siempre fue mi mejor maestra, hasta el último día de nuestra vida juntos.  

Tras la separación de mi padre, Graciela emprendió una lucha constante, primero familiar y luego social. Fue cuestionada por su decisión al “convertirse” en madre soltera, término que en los años ochenta contenía un simbolismo negativo. Posterior a la muerte de mi abuela, la nueva vida de mi abuelo y el despido repentino de mi madre de su trabajo en la oficina, las cosas en casa fueron en picada. Mi padre nunca volvió a aparecer y jamás aportó recursos económicos o emocionales para mi crecimiento. Mi tía y mi madre se dedicaban a realizar diversos trabajos: elaboración de paloma, artefacto pirotécnico de trueno con forma triangular construido de periódico pintado de colores brillantes o de papel engomado. Fabricación de luz de bengala, estructura alargada con soporte metálico y pasta con aluminio que a la combustión emite destellos a ritmos lento y constante. 

 Recuerdo parte de mi infancia tras salir de mis clases, ya en la escuela primaria Ignacio Manuel Altamirano, en medio de las formas rectangulares con cera que llamaban moldes. Elementos que se extendían por el patio para que el sol ablandara su consistencia y así, mi madre y tía, pudieran “clavar” con ayuda de un palo guía, cientos de alambres delgados y no mayores a diez centímetros de largo como parte de su trabajo. La paga era precaria, debían entregar un determinado número de moldes terminados para recibir la raquítica cantidad de uno o dos pesos e irlos sumando en la semana para poder lograr un cúmulo de cientos, monto que no era suficiente para dos adultos y un niño en edad escolar. Trabajaron también en el servicio doméstico, limpiando las casas de familiares con más recursos económicos que ellas. Mi tía tejía, realizaba manteles, carpetas y diversidad de objetos con gancho e hilo, cosas impresionantes que aún recuerdo como objetos paradigmáticos de la abstracción y que brindaban otro ingreso a la familia. Mi madre me ocultaba nuestra pobreza y tengo en mi memoria la imagen de dos acontecimientos que me la mostraron cruelmente. 

En una ocasión mi tía y mi madre me compraron dos piezas de pollo y me hicieron sopa de fideo yo comí contento, mientras ellas únicamente se alimentaron de tortillas con salsa. En otro momento, tras una cena, yo quería comer otro pan; mi madre no accedió, supongo que tenía destinadas las piezas para otro instante, mi abuelo acababa de llegar y entró en un estado iracundo, le reclamó a mi madre y la terminó golpeado y pateando en el suelo, por no darme otro pan. Poco a poco comprendí que mi vida era distinta, que estábamos solos y debíamos cuidarnos con amor para sobrevivir.  

 Familia, diferencias y dibujo 

Mi madre me llevaba al psicólogo, pensaba que era un niño afeminado y debería ser corregido, mis vecinos se burlaban, me gritaban ofensas constantemente y llegaron a golpearme. Graciela se peleó con casi toda la cuadra por defenderme, eso ocasionó que no nos hablaran. Mis visitas al psicólogo eran molestas, me sentía agredido y violentado. Lo único que disfrutaba era que me ponían a dibujar, eso me daba alegría. En una sesión, recuerdo bien, le comentaron a mi madre que la falta de mi padre estaba generando conductas extrañas en mí. Ese día, en la terapia, me desnudaron y observaron detenidamente, el “psicólogo” después de tocar mis testículos salió a decirle a mi madre que uno de ellos estaba más alto y que también, mi “comportamiento femenino” se debía a eso. Jamás quise volver. 

El día de mi nueva sesión yo me opuse a la orden de mi madre, ella me golpeó fuertemente con un cinturón en la cara, cuando se percató de la gran línea de azules-violetas que atravesaba mi rostro en forma diagonal, volvió en sí. Me obligó a mentir y me instruyó en la historia que debía contar -estaba corriendo y me tropecé, pegándome en el filo del sillón- no sé si lo conté con gran acierto, pero nadie nos cuestionó. Después descubrí que tenía el tabique nasal desviado como secuela por mi negativa de seguir en terapia. Mi madre no insistió más, sólo incrementó su represión y violencia contra mí. 

Foto de Ángel Solano
Foto de Ángel Solano

Como ya no tenía tantos amigos cerca de casa y nuestros familiares también estaban alejados emocionalmente de nosotros, siempre me dedicaba a jugar solo y construir cosas con cajas de cartón. 

Apilaba muchas en el patio donde me gustaba permanecer escondido, imaginando que eran parte de otro mundo o que habitaba en cuevas o tumbas de las cuales salía sin previo aviso convertido en zombi. Y es que una de mis actividades predilectas era ver las películas transmitidas en televisión abierta con mi madre. Los dos nos sentábamos en un mismo sillón pequeño, así no tenía miedo al ver los títulos de terror que me parecían fascinantes. “Pesadilla en la calle del infierno”, “El exorcista”, “Chucky el muñeco diabólico”, “Rambo” y “Terminator” eran algunos de los títulos que devorábamos juntos. Acción que se volvería un ritual que siempre deseaba repetir.  

A los 9 años comencé a dibujar constantemente, siempre pedía libretas o cuadernos de hojas blancas y llevaba mis dibujos al salón de clases. Empecé a tener muchos problemas con mis maestros de primaria porque consideraban que el dibujar distraía a mis compañeros y era una actividad ociosa. Terrible pensamiento para la educación de un niño con tantas capacidades. Mi madre estaba constantemente asistiendo a los llamados de los docentes y me encontraba siempre en el pasillo o fuera de mi salón de clases por la misma situación, hasta que me prohibieron llevar mis dibujos. Como venganza y acto terrorista, realicé caricaturas de mis maestros, las cuales comenzaron a aparecer en los pizarrones de diversos salones, así alimentaba mi creatividad, así conocí una de las formas en que podía expresar mi enojo y frustración ante la prohibición de algo que me alegraba los días. Nadie supo quién los dibujaba. Así me fui a la secundaria, con deseos creativos reprimidos, que se transformarían en más rebeldía y provocación.  

[Continuará]

Ver la Parte 1 y 2 de este artículo en:

https://ljz.mx/18/05/2025/dos-veces-fue-otono/

https://ljz.mx/18/06/2025/dos-veces-fue-otono-2/

 

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