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martes, 16 abril, 2024
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Reforma, revolución y unidad

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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO • Admin •

En 1963 aparece, bajo el sello de Viking Press en Nueva York, el libro “On Revolution” de Hannah Arendt. Dos años después Eric Hobsbawm, en una reseña publicada en “History and Theory” (vol. 4 #2 (1965) p. 252-258), consideró que, como historiadora, Arendt adolecía de demasiada filosofía. Algo que difícilmente podía considerarse una primicia, pues Arendt había sido discípula de Heidegger. El punto de Hobsbawm parece centrarse en la concepción que tiene Arendt de la revolución francesa como una revolución fallida, mientras que la revolución americana fue, según ella, una revolución exitosa. Para llegar a esta conclusión Arendt sostiene que los hacedores de la revolución americana comenzaron buscando la libertad negativa individual –por usar el concepto de Isaiah Berlin- y descubrieron, al crear sobre la marcha las instituciones que protegerían esa libertad negativa, la libertad pública, que es libertad de asociación y de invención de instituciones más allá del llamado del deber. Tal descubrimiento será llamado por Arendt un “tesoro” en un libro posterior –“Between Past and Future”-. Por el contrario los revolucionarios franceses se sintieron poseídos por fuerzas insuperables, y olvidaron el poder de crear instituciones para proteger las libertades para centrarse en lo que deanominaron el “problema social”. De esa manera lo perdieron todo. Toda revolución se desarrolla en medio de una tensión entre la irrupción de la novedad y la necesidad de estabilidad. Se hace la revolución para cambiarlo todo, pero en algún momento es necesario hacer cesar el flujo de novedad y estabilizar un conjunto de instituciones. Pero el reto es que esas instituciones no impidan la aparición de la novedad, que logren modularla para que deje de ser un caos y todo lo nuevo se vuelva parte del orden. La revolución americana fue exitosa porque las instituciones que produjo, en su momento, permitían la libre asociación, la manera de pensar divergente, la generación de novedades y por tanto la libertad positiva. Tal es la visión optimista de Arendt. La visión pesimista la estipuló Simone Weil en su artículo “Sobre la abolición de todos los partidos políticos” -en “Ècrits de Londres et dernières lettres” (1957) Gallimard- sosteniendo que cualquier partido político, cualquier facción o asociación que se burocratice, deja de lado el interés común para volverse una secta que persigue sus propios fines y aspira a uniformizarlo todo en su beneficio. Sin duda que esto último resulta más consistente empíricamente con el actuar de la gran mayoría de los partidos políticos, que después de haber luchado por la pluralidad y la diversidad, que en sí misma es un tesoro y una libertad, desde el poder suprimen toda crítica y aspiran a perdurar por siempre por cualquier medio. En otras palabras, en la visión pesimista de Weil, toda revolución está condenada al fracaso porque cualquier facción triunfante suprimirá, tarde o temprano la pluralidad social, la libertad de asociación y el pensamiento divergente en aras de la estabilidad. O como se usa denominar hoy día a la estabilidad: en pro de la “unidad”. La palabra “unidad” es típica de los universitarios que, en palabras de Miguel Moctezuma –aunque él lo aplica nada más a los rectores-, carecen de solidez académica y tienen debilidad por reiterar las formas de pensar y la tradición de los 70. El punto no radica en si esa tradición es, o fue, democrática, sino que la tensión que Arendt descubre en las revoluciones se encuentra también en todos los intentos de reforma de la universidad. Porque cada reforma intenta transformarlo todo mediante la creación de nuevas instituciones que estabilicen las relaciones entre los universitarios, preservando a la vez la libertad de asociación, crítica y pensamiento divergente –artículo 6, Ley Orgánica- mediante una estructura en la que las autoridades unipersonales están contrapesadas por autoridades colegiadas de jerarquía superior, de tal manera que las decisiones importantes sean tomadas paritariamente por representantes de los académicos y los estudiantes. En los hechos los docentes y los estudiantes se dan cuenta de lo poco relevantes que son el Consejo Universitario, los consejos de área y de unidad porque cumplen la función de legitimar la voluntad del rector, de los coordinadores de área y de los directores. Por lo tanto las reformas han resultado un fracaso porque no han logrado preservar la capacidad de generación de novedad, de pensamiento crítico y de asociación libre. Lo que se tiene es un conjunto inoperante de burocracias que hacen lo que les ordena la autoridad unipersonal, que tampoco ha resultado ser creativa. No han aparecido programas investigación o de extensión en grado comparable al crecimiento que hubo en los programas de docencia, con todo y que la Ley Orgánica establece que hay esos tres tipos de programas. La universidad creció, pero lo hizo sin creatividad. En otras palabras, a quienes han conducido la UAZ les ha quedado grande el paquete. Lo que sí han logrado es generar y agrandar problemas más allá de la capacidad que tiene la universidad de resolverlos, volviéndola una universidad dependiente, y por ello frágil. De ahí que todo el discurso de la “unidad” no puede ser sino un despropósito que busca distraer de los fines, de los problemas y de las responsabilidades. ■

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