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Ayotzinapa 2014

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Por: ANA LILIA FÉLIX PICHARDO* •

La Gualdra 354 / Crónica / A 4 años de Ayotzinapa

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Ese 26 de septiembre yo estaba en Tamaulipas. Esa noche, los normalistas ya estaban desaparecidos, pero no sabíamos nada de eso todavía. Cuando regresé a Zacatecas se sabía poco, no recuerdo muy bien qué decían los medios de paga, pero en redes la información era confusa y fluía de un lado para el otro. Las opiniones reaccionarias, la indignación, los trolls, las convocatorias a salir a las calles y la perplejidad, por igual inundaron nuestros muros.

            Alejandro García publicó en su página un texto que luego la escuela reivindicó y los del último semestre de la tarde convocaron al primer paro y escribieron un posicionamiento; otras escuelas también pararon, pero no nos conocíamos ni siquiera con los de humanidades. Claro, sí, teníamos todos conocidos en otras carreras, pero no sabíamos qué pasaba en las otras unidades y Ayotzinapa nos tomó por sorpresa. No estuvimos todos, quizá ni la mayoría, como de por sí, pero ahí estuvimos, sin saber muy bien qué hacer o qué decirnos. Algunos de nosotros no nos hablábamos o nunca habíamos coincidido en los años que llevábamos en Letras. Una mañana, seguía oscuro, sólo estábamos Alejandro, Campuzano, Brenda y yo, también la fauna que habita nuestra escuela anduvo por ahí: los gatos a los que les llevan comida profes e intendentes, las ardillas anarquistas que no reconocen la propiedad privada y hasta un mapache con finta de banquero gordo se paseó cerca de nosotros.

            Fuimos como diminutas islas tomando decisiones sobre nuestro territorio; cada escuela determinó sus dinámicas de participación en los paros, era la espontaneidad de la indignación incuestionable. Sin importar nuestra heterogeneidad, sentimos propia la convocatoria a suspender las clases, no importaba qué tan diversos éramos entre sí al interior de nuestra isla, si éramos amigos o teníamos coincidencias políticas, las discusiones vendrían después y serían pocas, pero en aquel momento, ante la ilógica barbarie que se materializaba ante nosotros, la respuesta lógica fue el paro. El paro, como si con esa apresurada reacción tratáramos de parar los relojes que distanciaban, hora tras hora, a los desaparecidos de la posibilidad de volver a su tiempo.               

            Hubo una tardía y lenta comunicación entre las escuelas, estábamos absortos en cada uno de nuestros espacios, viviendo la paradoja de poder compartir el tiempo y la desocupación con nuestros compañeros y maestros, resultado de una tragedia que aún no alcanzábamos a comprender en su real magnitud. Alguien bajó de física o alguien subió de psicología a preguntar qué pensábamos hacer; la verdad es que no sabíamos, ni siquiera había consenso, porque en nuestra escuela no había una discusión sobre lo que teníamos que hacer los días siguientes. Se resolvió hacer una primera reunión en Psicología, con representantes de cada una de las escuelas, el resultado: el caos.

            Recelosos, creímos que la movilización nos pertenecía a los estudiantes, hubo una apropiación que comenzó a delimitar quién podía hablar en ese primer encuentro; había gente que no era estudiante, alguno que otro maestro, más de un estudiante por escuela y la clara duda sobre lo que se tenía que discutir. Si seguir en paro, si convocar a movilizaciones masivas, si contactarnos con otras escuelas, si quedarse a pernoctar en las unidades, si se tenía que hablar con la prensa, si se tenían que tomar acuerdos colectivos, si nos teníamos que constituir en asamblea, etc., etc., etc. Esa noche, pese a las discusiones largas y cansadas, el acuerdo fue tomar decisiones en colectivo, que los representantes de cada escuela fueran voceros de la voluntad de las unidades, se acordó continuar el paro al día siguiente, que cada día se votaría sobre la continuación o no de la toma de las escuelas, que dejaríamos las escuelas y volveríamos al día siguiente y que se convocaría a una marcha. Sin embargo, algunos de psicología dijeron que se quedarían a dormir, apelando a su derecho a tomar una decisión autónoma, resultado de eso algunos de otras unidades se quedaron también. Nosotros nos fuimos, al día siguiente la marcha nocturna fue multitudinaria.

            La indignación se desbordaba entre la incertidumbre y el miedo. La movilización dejó de ser nuestra, estudiantil, universitaria, para ser la movilización de en Zacatecas por Ayotzinapa. ¿Quién cuestionaba que salir a la calle y parar el boulevard no sólo era lógico, sino necesario? Hubo un silencio solidario de las calles, de quienes al vernos aplaudieron o caminaron con nosotros. Las realidades paralelas que habitan este país fueron cruzadas por el crimen y el terror más absurdo que apenas comenzaba a emerger, hasta convertirse en el espectáculo de la violencia publicitada por los funcionarios del Estado.

            En los días siguientes se condensó una fuerte actividad estudiantil en todas las unidades académicas; cada vez más voceros asistían a las asambleas no menos complejas y caóticas. Al interior de las escuelas, se hicieron evidentes las problemáticas de la diversidad que habita cada uno de los espacios universitarios y “los estudiantes”, generalmente pensados como una masa homogénea y cohesionada hacia la apatía política o hacia intereses similares, se rebelaron como la heterogénea complejidad que en realidad son. Es decir, las discusiones al interior de las escuelas sobre la pertinencia de continuar los paros se intensificaron y dividieron a las escuelas, lo que, a su vez, provocó, en algunos casos, la desvinculación entre los representantes a la asamblea, y sus propias opiniones e intereses, y la base de estudiantes por unidad académica, quienes, es importante decir, se fueron desinteresando de la movilización luego de proclamada “La verdad histórica” de Murillo Karam. Un ambiente polarizado comenzó a permear las discusiones internas de cada programa, quizá era obvio que el país se caía a pedazos, pero parecía ser parte de una temporalidad ajena a la nuestra, al estudiante zacatecano universitario. ¿Qué tan lejos estábamos de la normal de Ayotzinapa? Nos preguntamos durante el primer paro, parecía que cada vez más y más nuestras realidades artificiosamente se bifurcaban nuevamente.

            En unidades como Derecho, la reproducción social parece cumplirse de tal manera que asusta ver a los estudiantes cada vez menos universitarios en su pensamiento crítico y praxis solidaria y cada vez más cargamaletines de politiquillos locales. Durante la movilización, los pocos días en que sentimos que podíamos dar el salto de la movilización a la organización, los choques ideológicos no se hicieron esperar, sobre todo en unidades tan politizadas como economía o tan manoseadas por la política de arriba como Derecho. Un caso particular le abonó a la desarticulación de la asamblea y su legitimidad frente a las unidades. En una de las últimas grandes asambleas, realizada en la Feca y concluida en un salón de Psicología, consejeros universitarios de Derecho se presentaron para tratar de esquirolear el paro y las movilizaciones que se estaban discutiendo, alegaban un problema de representatividad respecto a quienes nosotros reconocíamos como voceros surgidos de la movilización.

            No estábamos preparados para resolver las dificultades que se fueron presentando en el breve camino de la movilización, tampoco estaba claro que quisiéramos resolverlas. No era el objetivo principal formalizar una asamblea estudiantil donde la representación fue cuestionable, a pesar de que entre los voceros más activos destacó una especie de camaradería y colaboración solidaria. Hubo otra marcha convocada por la ya establecida “Asamblea estudiantil” donde se leyó un pronunciamiento firmado por todas las unidades académicas que apoyaron los paros y nombraron voceros a la asamblea. El mitin al final en plaza de armas fue acompañado por un performance organizado por compañeros de Historia: mujeres y hombres amordazados, con marcas de violencia en el cuerpo y ensangrentados, esperaban la marcha tirados en mitad de la plaza, representando la rabia de sentirnos cercanos a la desaparición y la muerte, inseguros en un país ya descompuesto a nuestra llegada. Recuerdo que en la entrada del Campus II las facultades de física y matemáticas hicieron turnos para cuidar el portón, pusieron una botarga hecha con ropa de un hombre que por rostro tenía un espejo, un letrero arriba de su cabeza decía “mira quién es el siguiente”. El performance de esa tarde nos recordó la cercanía de Ayotnizapa, la incertidumbre que compartíamos con los desaparecidos en Iguala.

            Luego de esa marcha, volvimos a clases, el flujo a las asambleas y marchas posteriores disminuyó considerablemente. Para algunos era obvio que teníamos que suspender los paros, porque nuestra propia temporalidad apremiaba y se palpaba entonces la lejanía entre Zacatecas y Guerrero, entre la UAZ y la Normal Rural de Ayotzinapa. Las discusiones en las unidades pasaron de ser ideológicas a personales y lo incuestionable se convirtió en el espectáculo del miedo que asimilamos como respuesta a la pregunta inicial ¿Por qué? Sin la desocupación de los primeros días, además de las campañas mediáticas de difusión del terror como consecuencia de la movilización estudiantil y los vacíos críticos de los espacios universitarios, lo que fue lógico al inicio e hizo confluir nuestras diferencias, comenzó a dividir las opiniones, hubo quien categóricamente tomó partido en las disputas y reivindicó la discursividad oficial, convirtiéndose en voceros de la construcción del “otro”, ese “otro” del cual nos separa sólo una bala fortuita o las circunstancias aleatorias que nos mantienen vivos. Parecía, entonces, que más lejanos comenzábamos a sentirnos de nuestros compañeros en las aulas, en la escuela, en la universidad.

            Días después la asamblea convocó a una marcha solidaria con los familiares de Ayotzinapa que visitaron la ciudad, la asistencia fue menor, un mitin largo organizado por los sanmarqueños provocó el cansancio de los asistentes que fueron retirándose de a poco de la plaza. Los voceros, a título personal, se quedaron para pronunciar algunas palabras ante un reducido público. Era evidente que la capacidad de movilización se había agotado, el interés se redujo al mínimo y la dinámica en las escuelas volvió a la normalidad. Se discutió poco y entre pocos la posibilidad de seguir movilizados o imaginar las posibilidades organizativas que Ayotzinapa nos obligaba a pensar. Organizamos un par de discusiones con alumnos y profesores, pero, ya en clases, muy pocos se interesaron en asistir a escuchar o dialogar. Algunos de Letras, Historia, Psicología, no más.

            Ayotzinapa sería el encuentro de nuestra rabia e indignación intentando colectivizarse; la posibilidad de frenar nuestros relojes y reconocer en la cotidianidad de nuestros rostros la mirada del otro, de la otra; pensar en nuestra cercanía como un puente que pudiéramos cruzar para sentirnos menos solos, solas. Una grieta abierta entre nosotros y los desaparecidos abstractos de las cifras irresueltas, materializándose en el rostro de los 43 estudiantes normalistas, que llevábamos almacenados en un archivo PDF y nos compartíamos para imprimir sus nombres, sus ojos, sus historias; nos exigió mirar más allá de los muros insidiosos de las realidades virtuales en donde se agazapa el horror al terror de las palabras que nominan la muerte y sus formas, la desaparición y sus métodos, la barbarie y sus esbirros, el olvido y sus fosas clandestinas. Sin embargo, el coraje incendiario de unos cuantos y la inercia de otros tantos se disipa, se sofoca como el llanto y no construye.

            Decretemos el acta funeraria del mito del estudiante comprometido y solidario, reminiscencia de un pasado ajeno y muy difuso; ni a nuestra edad ni a nuestra condición temporal de estudiantes es inherente la necesidad organizativa de luchar por no morir y existir dignamente. Nuestra generación es el síntoma de la crisis política y moral de la época y, como el constructo histórico que somos, debiéramos comenzar por reencontrarnos para poder transitar hacia reflexiones previas a la organización por la vida. El grito por Ayotzinapa desgarró las temporalidades frívolas dictadas por los relojes de arriba, nos sacudió para recordarnos el no futuro que tenemos asegurado por este sistema y que lo único realmente seguro es que podemos ser violadas, desaparecidas, muertas, disueltas en ácido, incineradas en cuarteles militares y que poco importan nuestras absurdas discusiones ideológicas, personales si nada más que la construcción de colectividad puede asegurarnos la vida.

Es decir, esa colectividad a que aspiramos, esa organización que sí es posible, no debiera estar escindida por nuestra condición temporal gremial o etaria, sino por nuestra necesidad de existir para poder luchar por la universidad que queremos, por el mundo que queremos. Abandonar la idea de la generación espontánea de organización estudiantil y volver al debate crítico desde las aulas, impulsado por los docentes como una apuesta por la construcción permanente y recíproca nos permitirá afrontar y sobrevivir los embates de violencia estructural que aún nos esperan. No hablo de regresar al pasado, al dogmatismo ideológico disfrazado de epistemia que no nos salvó de la entrada triunfal de la hidra capitalista a nuestros espacios universitarios ni nos preparó para resistir a la banalización del pensamiento, sino apelo al respeto mutuo entre quienes habitamos la universidad como punto de partida para el reconocimiento del otro, de la otra, para comenzar la construcción de una otra cosa que nos reconstruya, que nos prepare para resistir y vivir, más allá de los intereses gremiales y sus dinosáuricas instancias sindicales, más allá de nuestros calendarios, más allá de nuestras geografías.

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