Flanqueado de catrinas, con buen humor y desparpajo, el martes pasado el coordinador parlamentario de Morena en el Senado, bromeaba sobre la cercanía su “muerte política” a la que decía no temer.
Era la antesala del “Martes del jaguar”, y son los días en los que las ciudades se llenan de anaranjado y calaveras que invitan a la reflexión festiva y colectiva sobre la muerte.
Todo eso, y un ambiente de sucesión adelantada, extienden la invitación a reflexionar sobre la muerte política y su poca predictibilidad.
El mejor ejemplo nacional es el del presidente López Obrador, a quien se pudo haber dado por políticamente muerto tanto en 2006, como en el 2012, tras dos supuestas derrotas electorales.
El 2012, en particular, pudo producir un desgano que desarticulara su movimiento, porque en contraste con la elección de seis años atrás, la diferencia de votos era de millones, aunque con los días, los meses y los años se pudo conocer que para lograrla se compraron muchísimos votos.
“Haiga sido como haiga sido” (Felipe Calderón dixit), el golpe moral que terminó de rematar el Pacto por México hubiera sido suficiente para decretar la muerte política del ahora presidente, pero, por el contrario, fue el inicio de su mayor fuerza política porque la crisis fue convertida en oportunidad para dar vida a un partido completamente bajo su liderazgo.
Ciertamente no fue un paseo dominical; el reto no era sencillo, pero apenas a cuatro años de la fundación de Morena, terminó gobernando el país, tiempo en el que además el presidente construyó un blindaje social de popularidad que ahora casi ninguna bala ha logrado atravesar.
No suena imposible que algo así ocurra con Donald Trump, cuya pervivencia política subiste a pesar de haber salido de la Casa Blanca hace casi dos años, y de haberlo hecho en medio de una crisis política de gobernabilidad antes inimaginable en Estados Unidos.
No bastó la derrota electoral ni tampoco los procesos judiciales en su contra ni siquiera los boicots y ataques mediáticos han aniquilado la fuerza política del trumpismo que avanza al interior del partido republicano y desplaza a sus cuadros más tradicionales.
La probabilidad de que Trump vuelva a las boletas, y además gane en ellas aún es patente, y son, en todo caso, las limitaciones legales, pero no las políticas lo que lo podrían dejar fuera de ellas.
Pero ningún mejor ejemplo que el de Lula Da Silva. El brasileño conquistó el día de ayer su tercera victoria presidencial, en una de varias campañas electorales. En las dos primeras veces fue derrotado; triunfó una tercer y una cuarta, y luego vino un tacleo judicial que lo dejó fuera de competencia a beneficio del hoy perdedor, el actual presidente Bolsonaro. Y ahora se ha reivindicado.
La resiliencia política de Lula lo mantiene en pie, y ni siquiera la calumnia o la cárcel lo han podido aniquilar.
Entre barrotes, Lula fue capaz de dar muestras de fuerza política conmovedoras y simbólicas, como los campamentos cercanos a la cárcel desde donde cada mañana sus simpatizantes al unísono gritaban trece veces (como el número de su partido): “¡buenos días, presidente Lula!”, y repetían el ritual por la tarde y noche con el único objeto de darle ánimo.
No hay manuales que permitan saber la fórmula mágica para la sobrevivencia política, en una actividad por demás ilusoria llena de zombies a quienes sólo un golpe de suerte los separa de la verdadera vida o la verdadera muerte política.
La política es tan extraña y compleja que el encarcelamiento puede ser el mayor signo de salud política, mientras que un cargo de alto reflector e influencia política puede ser la agonía de una carrera que se extingue y a veces el protagonista es el último en notarlo.
¿Dónde está la diferencia? Difícil saberlo, pero ante lo azaroso entre una y otra cosa más vale asumir la vida o la muerte política como la consecuencia natural de la congruencia.
