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sábado, 20 abril, 2024
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Escrituras geológicas

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Por: Joel Flores* •

La Gualdra 549 / Libros

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Hace unos años se discutía si la literatura, al igual que la tecnología y la ciencia, evoluciona. Es decir, si una o algunas obras escritas durante una época reinventaron la manera de escribir y entender la condición humana. No es mi intención dar aquí alguna respuesta ni mucho menos aportar argumentos a favor o en contra de esa discusión. La literatura, no obstante, no ha dejado de ser entendida como una herramienta del lenguaje que sirve para contar historias. Me aventuraría a decir que lo que ha evolucionado en ella es la técnica o el estilo: el cómo se cuentan las historias y el empleo de las herramientas de la tecnología informática para narrar; incluso algunos escritores han apostado por unir géneros literarios con los del periodismo o la etnografía o han acudido a recursos del barroco, como el palimpsesto, para entablar un diálogo intertextual con otros libros, otras narrativas y, desde ese diálogo, reescribir temas que ya se han contado en otras épocas, pero ahora desde la deconstrucción.

En mi caso, hace meses terminé un libro que cambió mi concepción sobre mi escritura y mis herramientas narrativas con las que exploré la violencia en Zacatecas. Durante lectura de los dos borradores entendí que no podía seguir escribiendo con el mismo conocimiento los desplazamientos forzados derivados de la violencia sistemática por parte de las empresas extractivas en el norte de Zacatecas, así como el deterioro de los cuerpos geográficos provocados por la minería a cielo abierto y los degradantes procesos de lixiviación. Debía respirar otros aires, cambiar el escritorio por las largas caminatas a campo abierto donde reina la generosidad de la naturaleza, pero también donde campea la aniquiladora mano del hombre.

Conocí los tajos a cielo abierto de la minera Peñasquito —una de las más grandes de América Latina—, el continuo hundimiento por explosivos de la comunidad de Salaverna, y las historias de las personas que perdieron su patrimonio. Entendí que la literatura, tal y como nos la enseñan en las escuelas de escritura creativa, en los talleres literarios o en los manuales de creación, no alcanza a enunciar las nuevas narrativas de desastre con las que convivimos sin saber que existen, como una lengua de fuego que come territorios y contamina cuerpos humanos, de las que podemos conocer más en Slow violence de Nixon (2013) y en Drugs war capitalism de Paley (2014).

Si las herramientas de la escritura literaria no siempre bastan para escribir sobre los niveles de la violencia, ¿a qué instrumentos y campos del conocimiento debemos recurrir? La respuesta la encontré en la etnografía, el periodismo y la antropología que explora el espacio como un símbolo íntimamente ligado con el ser humano, su cultura y sus tradiciones. No obstante, hace algunos días se publicó un libro clave. Se trata de Escrituras geológicas (2022), de Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1964), un conjunto de ensayos que, por su apartado “Introducción”, uno puede suponer que es el archivo documental que llevó durante la escritura de Autobiografía del algodón (2020), otro de sus libros que, a mi parecer, la crítica mexicana no le ha dedicado tanta atención, debido a la luz que proyectó El invencible verano de Liliana (2021), un largo relato testimonial sobre los feminicidios en México y la urgencia por deconstruir el vocabulario legal y cultural con que se penaliza la violencia en contra de las mujeres en México.

Una de las mayores aportaciones de Autobiografía del algodón es la mirada sobre el Luto humano (1943), la vida de José Revueltas y haber puesto sobre la mesa los conceptos “cohabitar y pertenecer” junto a las especies vivas en el mundo y frente al capitalismo voraz, así como el de “terricidio” (Elden, 2012), la destrucción total de una región, donde se emplea alta tecnología bélica o de extracción de metales o combustibles, que convierte a regiones ricas en recursos naturales en pueblos desiertos y fantasmales por el bien del progreso. Todo esto, dentro de una lucha y resistencia por el espacio entre quienes nacieron, crecieron y forjaron lazos de identidad, sociales, culturales y quien tiene el poder económico, el permiso de una religión o la ley para emplear la violencia del capital, invadir y despojar.

Si le preguntamos a Rivera Garza si la literatura evoluciona, así como evolucionan las prácticas bélicas del ser humano, la tecnología de las armas y el pensamiento político de quienes suprimen territorios, ella nos responde: “Volvamos a la tierra”, y nos explica que la raza humana y sus prácticas expansivas de colonización –invasión, mejor dicho– han fundado una nueva era dominada por la acumulación de los recursos que evoluciona, destruye y desplaza otros cuerpos vivos, a la que bien podríamos llamar capitaloceno (Crutzen, 2002). Asimismo, nos sugiere revisar los registros históricos de los territorios marginales desde la contraparte del origen de la geología, una disciplina que ha construido narrativas “de un régimen que produce sujetos y regula sus vidas subjetivas –un lugar donde las propiedades del pertenecer se negocian” (Yusoff, 2019).

Si aplicamos este recurso a México, un país que en sus últimos doscientos años ha sufrido guerras como la lucha por la libertad como país autónomo, la lucha por la tierra, la desaparición del cacicazgo y la tiranía, la lucha por la libertad de culto, el reparto agrario, el despejo, la guerra de los cárteles, la guerra contra los cárteles y hoy en día la guerra contra la naturaleza, vista como el fracking en las regiones periféricas, podríamos decir que las capas históricas de su territorio están compuestas por distintos niveles de tragedia que configuran nuestra condición humana del presente.

Para Cristina “es cada vez más difícil escribir sobre ello sin tomar en cuenta los territorios en disputa sobre los que colocamos los pies, y los cuerpos de las especies que, en constante e irresuelta compañía, conforman nuestra condición” (p. 10). Escribir sobre la condición humana, cuál sea la época que uno elija, así como escribir sobre la degradación ambiental, necesita una manera distinta de entender el cómo nos relacionamos con los otros y el lugar que habitamos. Hay que despegar la mirada de los libros, por un momento, para caminar por el espacio abierto, a veces bello, a veces degradado, donde antes otros, en un éxodo, en una guerra, en la búsqueda de un hogar, también caminaron. Hay que renombrar los materiales con los que trabajamos para realizar otro tipo de escritura y entender que un gran archivo documental es la historia de los espacios que pisamos, de frente a las narrativas de la geología indiferente, no humana, como “praxis racializada y colonialista […] que ha dado marcha a los procesos de desposesión de regiones enteras del planeta, al expulsar a poblaciones nativas y al esclavizar los cuerpos negros o nativos” (p. 12).

Hay que recurrir a la tierra como cuerpo y al ejercicio de sedimentación para desedimentar. Yusoff nombra desedimentación al “‘poner al descubierto la vida social de la geología’ –en tanto lenguaje y en tanto práctica de acumulación y racialización– ‘y sus gramáticas de violencia’” (p. 12). Ya en Autobiografía del algodón Cristina lo citaba para ejemplificar la pérdida total de una cultura, luego de la destrucción no solo del territorio, sino de su patrimonio. Esa desaparición impide en el presente y futuro conocer los sedimentos de la cultura desaparecida.

En el caso de Zacatecas, una ciudad colonizada, que sufre constantemente distintos tipos de violencia, la mirada que propone Cristina sobre desedimentar el espacio podría ayudarnos a entender por qué en la entidad son los mismos los territorios en disputa durante los distintos periodos de sus guerras: en la invasión española, en la Revolución Mexicana, en la Guerra Cristera y, hoy en día, en la guerra por la plaza de los cárteles y la del capitalismo norteamericano contra la naturaleza y la población. Desedimentar sus territorios, caminarlos con los ojos, los oídos y los pulmones abiertos, podría ayudarnos a entender por qué allí existe un retraso educativo y económico frente a la riqueza de sus recursos naturales y el extremo arraigo religioso, por qué es común que allí, tanto en el pasado y en nuestros días, los jóvenes se unan, forzados o por iniciativa propia, al crimen, y por qué en esos lugares, ricos en flora y fauna, paradójicamente impera en distintos niveles la violencia y son convertidos en guaridas de bandidos y hueseríos.

La literatura no debe buscar su evolución, sino más bien ir al origen. Así se pondrá de manifiesto la experiencia de sufrimiento y deterioro. Volvamos a la tierra, el primer gran archivo del pasado.

 

*Joel Flores es un escritor zacatecano que se interesa en la tecnología, la historia y el senderismo. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México y vive en la frontera más transitada del mundo, Tijuana. Sus libros han ganado los premios Juan Rulfo para primera novela y el Certamen Internacional Sor Juan Inés de la Cruz; también ha sido reconocido por la FIL de Guadalajara como uno de los escritores más representativos de Latinoamérica.

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_549

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