El 13 de enero de 1823, desde Chilapa, Vicente Guerrero lanzó un pronunciamiento para desconocer a Agustín de Iturbide porque estaba en juego la libertad política de la nación. Como se recordará, a partir del 24 de febrero de 1821, en que Iturbide lanzó el Plan de Iguala, llamando a la unión de todos los habitantes, a la independencia de la corona española y a preservar la religión católica, iniciaba el movimiento que tendría como resultado el acta jurídica de independencia del 28 de septiembre de aquel año. La hazaña política del que fuera proclamado emperador del Imperio del Anáhuac consistió en lograr un pacto entre diversos y opuestos; las Cortes imperiales mexicanas se reunieron el 24 de febrero de 1822; su propósito: darse libremente una constitución. Con la consumación de la independencia no vino la república, sino el esfuerzo por mantener, con un texto jurídico “lo más análogo al país”, la forma de gobierno monárquica constitucional.
Se ha visto al primer imperio mexicano como un incómodo paréntesis que llevó de inmediato a su fracaso. Sin embargo, en el poco tiempo que se mantuvo, en el territorio anahuacense se vivió una revolución territorial, administrativa, cultural, ideológica, política, social. La revolución venía de más atrás promovida desde las Cortes generales y extraordinarias españolas que reunían, en eso que se llamó la nación española, los hemisferios de España y América. Con ella, la cultura política liberal en el antiguo virreinato novohispano cobró un insospechado ritmo al promoverse elecciones populares, al potenciarse el eje de la ciudadanía, al impulsar la cultura de la representación político territorial, a través de diputaciones provinciales y ayuntamientos populares, al verse desplazada la soberanía real y, en su lugar, la soberanía nacional.
No fue lo mismo la provincia para España que para la Nueva España, y eso representó un largo debate y un reclamo permanente de los diputados como Miguel Ramos Arizpe desde las Cortes. En cada intendencia una diputación, y si en el bienio 1812-1814 se instalaron seis diputaciones para el virreinato, en 1820 la cantidad se incrementó para llegar, en 1823, a 23 organismos provinciales. Nada más y nada menos que, en contexto primero monárquico hispano y después monárquico mexicano, la representación provincial representó una impactante transformación administrativa y territorial.
Zacatecas, por ejemplo, que había dependido de la diputación de Nueva Galicia (con sede en Guadalajara), logró contar con su propia diputación desde marzo de 1822, en que ya se había dado la independencia y que estaba en plena legitimidad el gobierno imperial encabezado por Iturbide. En ese sentido, en mi opinión, se debe poner en tela de juicio la idea del fracaso, como si nada hubiera funcionado. El incremento de las diputaciones en el momento iturbidista es una prueba de un evidente pragmatismo político de Iturbide y, al mismo tiempo, de la consolidación de las élites locales y regionales que, como Zacatecas, lograron afianzar el control sobre su territorio.
El resto de este pasaje, como bien se conoce, es que la pretensión absolutista de Iturbide, que lo orilló a disolver el congreso mexicano, trajo como respuesta los multiplicados reclamos de las provincias y una grave crisis de legitimidad. La de Guadalajara negó toda obediencia al gobierno imperial. Iturbide se vio perdido y buscó pegar las piezas que se habían roto. Ya no lo logró. El 19 de marzo de 1823 presentó su abdicación.
La voz república ganaba terreno. Desde diciembre de 1822, Antonio López de Santa Anna y Nicolás Bravo lanzaron pronunciamientos que desconocían a Iturbide y reconocían que la nación se encontraba en estado natural para decidir libremente su forma de gobierno. En ese momento, Iturbide dejó de representar el nudo de una conveniente unión entre los americanos; representó, por el contrario, al tirano. El oaxaqueño Carlos María de Bustamante lo llamó “satélite de la tiranía”, clamó en el recinto legislativo: “¡Iturbide, Iturbide, tú nos diste independencia, pero nos quitaste la libertad!”.
El Plan de Chilapa, firmado en enero de 1823 por Vicente Guerrero, tuvo en la mira la “restitución de los derechos de libertad de la nación” y el desconocimiento a Iturbide: “tenemos hoy la noble osadía de negar la obediencia al que se nombra emperador”. Este importante pronunciamiento no iba en contra de la monarquía constitucional, esa fórmula seguía siendo una alternativa política. Era enero de 1823 y el plan asumía que “no pensamos en constituirnos republicanos precisamente, nada menos que eso…”.
A partir de entonces, la voz república tuvo un movimiento vertiginoso: se anunciaba en la prensa y folletería, se denostaba asociándola a caos, pero también se veían sus inobjetables ventajas: impulsar al patriotismo, elegir al primer magistrado, dejar atrás coronas y cortesanos, como lo insistiera Servando Teresa de Mier. 1823 fue un año revolucionario encabezado por las provincias, año revolucionario que llevaría a la instalación de la república y al reconocimiento de su estructura federal. Ahora estamos viviendo el bicentenario de aquellos hechos. Estamos obligados a su recuerdo, a su conmemoración. Con esta primera entrega, y agradeciendo siempre a Raymundo Cárdenas Vargas, inicio esta columna quincenal para poner en consideración de los lectores de La Jornada Zacatecas este vértigo revolucionario.