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martes, 13 mayo, 2025
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Los fines de la educación pública

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Por: HUMBERTO MÁRQUEZ COVARRUBIAS •

En el proyecto dominante permea la idea de que el fin supremo de la educación pública es formar personal capacitado para emplearse en empresas articuladas, preferentemente, a la economía global. Mientras el librecambismo promulga mayor competitividad de la económica y productividad del trabajo; a la escuela le encomienda la producción de técnicos y profesionistas acorde a las exigencias corporativas.

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Conforme es devorada por la lógica del capital, la educación pública abandona los añejos valores sociales y humanistas para abrazar las pulsiones competitivas de la economía de mercado. No importa la formación de ciudadanos, mucho meno de agentes de transformación social, sino de “capital humano”, es decir, recursos humanos dotados de conocimiento técnico y pensamiento emprendedor para maximizar las ganancias. El beneficiario de la educación competitiva será el empleador, un personaje al que se le atribuyen los valores de la eficiencia, la innovación y el progreso.

Tras las pistas del neoconservadurismo estadounidenses, donde la derecha combate a la educación pública para convertirla en un fabuloso negocio, en México gana terreno la mercantilización de la educación, sin llegar todavía al extremo de vender las escuelas. En nuestro caso, la privatización adquiere significación con la introducción de normas empresariales en la administración del sector educativo, la austeridad presupuestal, los estímulos a los profesores, los criterios de evaluación, la inducción de la competencia y el individualismo.

Diversas contradicciones limitan las pretensiones del proyecto tecnocrático. Dada la compulsión de innovar debido a la competencia, el capital tiende a prescindir de grandes contingentes de trabajadores y a desvalorizar la fuerza laboral. La automatización permite organizar el trabajo con actividades repetitivas, fraccionadas y enajenadas que tornan superfluas diversas cualificaciones. Los sectores ocupacionales más dinámicos insertos en la globalización —maquiladoras, servicios, comercios— destruyen fuentes de empleo local y ocupan trabajo barato en cantidades insuficientes, por lo que se consolida el fenómeno de la sobrepoblación, es decir, personal redundante.

El fantasma del desempleo envuelve a quienes carecen de preparación escolar y  a quienes ostentan títulos universitarios. Sólo algunos grupos selectos de científicos, tecnólogos y profesionistas pueden valorizar sus conocimientos y habilidades. Cuando el ciclo económico está en ascenso, las instituciones educativas producen un valor de cambio expresado en diplomas, títulos y cédulas que permite, eventualmente, a sus portadores contratarse en compañías privadas y ascender por la escala social, pero las crisis recurrentes que han marcado todo el periodo neoliberal multiplican el desempleo y establecen la precarización como pauta laboral. En tanto suben los requisitos de un mayor nivel educativo para acceder al empleo (de secundaria a preparatoria a profesional a posgrado), disminuye la absorción de egresados con mayor cualificación. En este escenario, las nuevas generaciones disponen de mayor formación académica, pero el mercado laboral los está desvalorizando, muchos resultan “sobre calificados”. El valor de cambio educativo declina y se acumula la frustración social.

Los síntomas se confunden con las causas. Sin considerar las inconsistencias del mercado laboral, el descalabro educativo suele atribuirse al ausentismo y el abandono. El abandono escolar es detonado tanto por la necesidad presente de trabajar como por la nula expectativa de ingresar en el futuro al mercado laboral después de concluir los estudios. Muchos de quienes aspiran a vender sus conocimientos y habilidades de manera anticipada se percatan de que el acceso al mundo del trabajo está obstruido y abandonan la escuela a fin de no experimentar la desgracia de egresar y titularse para luego navegar en el desempleo. Algunos “desertores” buscan vías rápidas en la informalidad, la emigración o las actividades ilícitas. El abandono escolar ha sido abordado de manera insuficiente. Pretende ser contrarrestado con becas, sin evidenciar el requerimiento de garantizar empleos suficientes, dignos y bien remunerados. No sólo se acepta el régimen de trabajo precario y desempleo como destino fatal que tienen que sortear, con resignación, los egresados, sino que además se imponen contrarreformas laborales y educativas que refuerzan el círculo vicioso.

Consignar el rezago educativo como un asunto de “deserción” reduce el problema al ámbito individual y encubre la incapacidad u omisión del Estado para brindar educación gratuita y laica. La desescolarización emerge como un rasgo de exclusión y, simultáneamente, ilustra una enorme deuda social contraída por el Estado, cuyo saldo negativo es la falta de cobertura y calidad educativas.

La consigna neoliberal de someter las partidas de gasto social a un régimen de austeridad vulnera la educación pública. Las instituciones educativas afrontan severas restricciones para cumplir la función de ofrecer espacios a los demandantes con instalaciones, equipamiento y servicios decorosos. El constante deterioro del poder adquisitivo del salario y el virtual desmantelamiento de la seguridad social desmoraliza al personal docente. En tanto gran parte del estudiantado padece pobreza y carencias alimentarias en detrimento del rendimiento educativo.

En el reino de la austeridad no todas las partidas son afectadas. Caudalosos recursos fluyen al rescate de empresarios, la realización de megaproyectos, el pago de deuda, los elevados salarios y privilegios de la alta burocracia, entre otras formas de despilfarro. Ante la ausencia de una política de Estado (estratégica y de largo plazo), los gobernantes, legisladores y burócratas estrangulan políticamente al sector educativo que clama por mayores recursos. Estos vacíos permiten condicionar a las instituciones para que implementen las pautas de mercado y acepten como normas la austeridad y el decrecimiento a cambio de la aprobación de recursos mínimos indispensables. En descargo de la astringencia financiera y el control político, la insolvencia crónica y la desmoralización institucional suele explicarse con hipótesis absolutas sobre asuntos internos que aluden a malas administraciones, conflictos intestinos y crecimientos indebidos. Mientras los políticos pretenden desempeñar un patronazgo ficticio, las universidades públicas convulsionan.

En sentido amplio, el sistema escolarizado no detenta el monopolio de la educación. Una mayor influencia la ejerce la estructura de poder. Para los desposeídos obligados a vender su fuerza de trabajo al mejor postor, las directrices del mercado laboral acotan la expectativa de una verdadera educación integral. Los gobiernos de turno imponen ideologías, conocimientos, imágenes y posturas que configuran la ciudadanía y moldean las instituciones escolares. Los medios de comunicación difunden información, imágenes e ideas que colonizan la subjetividad de públicos de todas las edades y desvanecen el influjo magisterial. Por imposición, resignación o convicción, los directivos, profesores y estudiantes adoptan actitudes y comportamientos acordes a esas determinaciones gubernamentales, empresariales y comunicacionales. En una sociedad donde las élites son incultas y avariciosas, los apoyos a la cultura y la educación serán caciqueados y los resultados deprimentes. Las comunidades escolares que critican o desobedecen las líneas del poder son estigmatizadas o reprimidas.

Más allá de la astringencia financiera, el chantaje político y la tergiversación mediática, la defensa de la educación pública entraña una tarea de largo aliento. Máxime cuando la oleada privatizadora y tecnocrática inunda los corredores institucionales y ahoga la vocación social de la educación. En esas lides, un problema estructural es responder a la desvalorización de la fuerza de trabajo que lo mismo afecta salarios y prestaciones del personal docente que desmotiva a los estudiantes próximos a enfrentar la embestida de la precariedad y el desempleo.

Una alternativa al deterioro educativo profundizado por la gestión neoliberal radica en concebir a la educación como un bien común. El cometido inicial consiste en garantizar el libre acceso a la educación pública, gratuita, laica y de calidad. También resulta indispensable articular las tareas de investigación, docencia, divulgación y extensión con las múltiples necesidades sociales. En este camino es indispensable respaldar la cultura crítica que permite a los centros de investigación y docencia generar el conocimiento, la información y la opinión indispensables para construir una sociedad más justa.

La educación no marcha sola. La defensa de los bienes comunes —salud, agua, territorio, entre otros— es ineludible para contener la depredación del capital y organizar una economía orientada a la reproducción de la vida digna. ■

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