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lunes, 6 mayo, 2024
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Daniel Espartaco Sánchez: ‘Te van a llevar los rusos’

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Por: BEATRIZ PÉREZ PEREDA •

La Gualdra 600 / Entrevistas / Literatura

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Hace doce años mi mejor amigo me acompañó a hacer unos trámites largos a una oficina alejada, él se quedó en el estacionamiento mientras yo hacía filas interminables y luchaba contra el enemigo de todos los ciudadanos: la burocracia. Cuando bajé del auto le di el libro que por esas fechas yo andaba leyendo y le dije “por si te aburres, ponte a leer esto”. Cuando regresé, triunfante, lo encontré con el libro en las manos, le pregunté que si se había aburrido y qué le había parecido el libro; él, que se dedica a asuntos fiscales y que no lee nada salvo pleitos contra el SAT, me dijo: “pues el autor ha de ser bueno, porque hasta a mí me gustó y me fui leyendo de corrido, ¿es tu amigo este escritor?…”. El libro era Cosmonauta (FETA, 2011), el primero que leí de Daniel Espartaco Sánchez, desde entonces es uno de mis escritores mexicanos favoritos, nunca he podido leer un libro suyo sin sonreír o incluso carcajearme, y no porque estén escritos desde un humor involuntario, fácil, sino porque su mirada inteligente siempre pone en contraste lo absurdo del mundo, y frente a eso sólo queda sonreír porque llorar no resuelve nada.

Una década después y con motivo de su más reciente publicación Te van a llevar los rusos (Libros del Sargento, 2023), por fin me animé a pedirle esta entrevista donde, en un repaso de las constantes en su obra, nos habla de sus nuevos proyectos y para felicidad de todos sus lectores, nos regala un adelanto de su próxima novela.

 

Beatriz Pérez Pereda: El humor es una característica recurrente que atribuyen a tu obra, hay ironía, a veces una mirada cínica, hay quienes han dicho que incluso ese humor es un poco de amargura, sin embargo, a mí me parece que también es un dejo de la alegría o placer con que ejerces la escritura, algo infrecuente en este país donde los escritores sufren escribiendo y sufren por no escribir. Platícanos qué piensas de esto…

Daniel Espartaco Sánchez: Casi nunca me propongo escribir con humor. Y cuando lo he intentado el resultado nunca me ha gustado. Supongo que el humor, la tristeza, el cinismo y la amargura forman parte de mi personalidad y eso se transmite a la hora de escribir una escena o describir un paisaje. Me cuesta mucho trabajo escribir, además. O cada vez me cuesta más trabajo. Y entre el primer borrador y la publicación final pasan largos períodos de tiempo, aunque supongo que el humor ya está ahí desde la primera versión, es decir, de una manera espontánea. Si existe un tipo peculiar de humor en lo que escribo, supongo que es una herencia familiar y cultural. En mi familia siempre bromeamos con amargura de la vida. No sé en los demás estados del norte, pero el Chihuahua que yo recuerdo es muy poco solemne.

 

BPP: La nostalgia es un tema trasversal en todos (o casi todos) tus libros, la nostalgia de la utopía, la utopía más bien como un fracaso o una imposibilidad, después de varios libros, qué significan estas palabras en tu obra “utopía”, “nostalgia”, esa mirada un tanto idílica al ayer para entender el presente:

DES: Ya no me rasgo tanto las vestiduras al respecto de las utopías. El pasado lo miro con ironía, y con amargura. Al tener una malformación histórica suelo mirar el pasado de una manera mucho más compleja que cualquier libro de texto. Es decir, de una manera un poco más objetiva que ideológica. La nostalgia se ha convertido en uno de los males de nuestra época. Es una herramienta reaccionaria. No me extraña que esté en todas partes, en los comerciales o en las series de televisión. Parece decir: evádete de la realidad del presente, no pienses en un futuro diferente, mira al pasado, y sobre todo, compra nuestras figuritas de acción de la Guerra de las Galaxias.

 

BPP: El mundo literario, desde una crítica al sistema de premios, becas y demás modos de la literatura mexicana, es otro de tus temas. Tú eres un escritor que se rehusó al realismo socialista, a la novela social e incluso a una autoficción evidente (me gusta mucho la división que haces entre que personal no es autobiográfico), esto parecería un suicido editorial, sin embargo publicaciones y reconocimientos no te han faltado, quieres contarnos un poco de esta postura, de estas ideas.

DES: La autoficción es una idea vieja que ha sido rebautizada con un empaque nuevo, más colorido, para atraer a adolescentes drogados en la tienda de conveniencia. El realismo socialista de hoy en día es tan maligno como el de la era soviética. Hoy en día el Estado ya no te manda al gulag por salirte del canon de papá Stalin, es el mercado quien se encarga de sepultarte si no escribes de los temas de moda, si no eres lo suficientemente reivindicativo. A veces creo que deberíamos de volver al Samizdat. El problema del realismo socialista es que no dice nada nuevo, sólo reafirma el mismo discurso en el que ya todos estamos de acuerdo. Yo estoy a favor de todo lo correcto, por lo tanto no me interesa escribir de algo que ya doy por hecho. Me quedo con el consejo de Chéjov. Un escritor debe plantear preguntas, no responderlas. Una novela que te da respuestas, que te dice que esto y lo otro son malos y aquello es bueno, me parece aburrida. Para eso están los periodistas comprometidos, que además, también escriben libros.

 

BPP: Varios de tus libros están para descarga libre (y para algunos ilegal) en ciertas páginas, para mí esto es una muestra del interés que hay en leerte. En un artículo que escribiste sobre Murakami, palabras más o menos, decías que al final no le hacía falta el Nobel si tenía una legión de fans dispuestos a recibir hasta una bala por él. Tú cómo dialogas con tus lectores, te gusta que se acerquen, lees reseñas…

DES: No me molesta que mis libros estén en descarga gratuita o ilegal. Viva la piratería. La mitad o más de los libros que yo leo al año, los descargo en internet. Siempre traigo un libro en mi celular para pasar el rato cuando estoy con personas que me aburren. Sin estas herramientas me hubiera quedado sin leer muchas cosas que me interesan y que luego no son nada fáciles de conseguir. El ciclo del libro es despiadado, unas semanas en mesa de novedades, luego en catálogo, luego a la bodega o la máquina trituradora, luego fin. El internet le da al libro una segunda vida.

No hablo mucho con lectores, pero a veces alguien me comenta algo y, como soy humano, me agrada, incluso me siento halagado. Para mí ésa es la mayor recompensa. Si escribir es un acto de comunicación, y si alguien que no es mi mamá o mi mejor amigo, alguien que no conozco, me escribe para decirme que leyó algo mío, me siento muy contento. He hecho llorar y reír a mucha gente. ¿Qué más se puede pedir? Entonces ya valió la pena todo el esfuerzo.

BPP: Por último, cuéntanos un poco de cuáles son tus obsesiones actuales, qué quieres escribir, qué estás escribiendo:

DES: Me interesa y me aterran los cambios por los que pasa el mundo, la desigualdad, el encarecimiento de la vivienda, de la vida en general, el cambio climático, la forma de vida totalmente equivocada en la que vivimos. Pero ya parezco el abuelo Simpson cuando le grita a una nube. Cuando escribo tengo muchas preocupaciones en el aire, pero trato de que no se noten de una manera tan obvia para no caer en el realismo socialista, y ya no se diga, en la autoficción.

 

 

No aceptamos propaganda religiosa

Por Daniel Espartaco Sánchez

 

 

—Hola, te traemos buenas noticias —así te lo decían, como si tuviéramos que ponernos a bailar ahí mismo, como David frente al Arca de la Alianza—, ¿sabías que Jesús, el hijo de Dios, murió por todos nosotros para salvarnos de la muerte?

Y si en ese momento resultaba que mi hermana Inessa y yo estábamos solos en casa, dos señoras mitad vendedoras de enciclopedia, mitad kamikazes, se acomodaban en el sillón para contarnos las buenas nuevas y empollar el huevo de nuestra salvación. Dos almas inocentes ganadas al Maligno para exasperación de mi padre, cuando llegaba del mandado, después de salir del trabajo, en su Renault 12, cargado con bolsas de papel. Las señoras le preguntaban a qué religión pertenecía nuestra familia y les respondía que nosotros éramos librepensadores. Porque no podía evitar enfrascarse en largas discusiones con ellas acerca de la existencia de Dios y la veracidad de la Biblia, puros cuentos chinos, decía. A mí me parecía comprensible que le irritasen tanto aquellas mujeres pulcras y amables, porque para entonces mi padre ya había perdido su puesto en la fábrica de pantalones de mezclilla, en el departamento de contabilidad, donde había trabajado durante diez años, de manera sobrecalificada, como él decía, pues, aunque no sabía programar la videocasetera y me pedía que lo hiciera por él, se había graduado con las mejores notas de la Facultad de Economía, en la Ciudad de México. Una carrera que no servía para nada, nos decía, y que era imposible ejercer en aquel pueblo perdido en el culo del mundo. Mi padre, que había soñado con estudiar en el extranjero, Moscú, Londres, ahora estaba ahí, alimentando a una familia, se quejaba todo el tiempo. Por suerte, o para su mala suerte, había estudiado contabilidad en una secundaria técnica y gracias a eso podía traer el pollo a casa. Así lo decía, aunque no siempre llegara con un pollo a la casa. Y vaya que se rompía el lomo, tenía además algunos clientes fuera de la fábrica, recuerdo a un dentista y a un abogado. Pasaba las noches frente a sus libros de contabilidad y se quejaba de los amigos que querían que les hiciera gratis la declaración de Hacienda. Se había quedado canoso de manera prematura, a los treinta y tantos años.

—¿Cuántas veces les he dicho que no le abran la puerta a esas fanáticas? —nos recriminaba, refiriéndose a las testigos de Jehová.

Y como ya estaba harto de enfrascarse en discusiones estériles con esas mujeres, mandó imprimir un engomado con la leyenda “Este hogar es librepensador, no aceptamos propaganda religiosa”. Estaba muy orgulloso de la idea, una parodia del “Este hogar es católico, no aceptamos propaganda protestante” que uno veía pegado en las ventanas de los vecinos. Abajo de esta frase, con letras más pequeñas y entre paréntesis, agregó: “La religión es el suspiro de la criatura oprimida”. Pero el engomado no cumplió con el objetivo. Por el contrario, las testigos de Jehová se lo tomaron de manera personal y comenzaron a llegar en oleadas salvajes, como en aquel documental que una vez pasaron en la televisión, en donde te explicaban por medio de un mapa cómo fue que cayó el imperio romano. Llegaban una y otra vez, pues mi hermana y yo éramos un trofeo difícil de ignorar para aquellas mujeres de faldas largas, bien aseadas, con folletos a color impresos en los Estados Unidos —La Atalaya y ¡Despertad!—, cuya tinta olía muy bien, y cuyos titulares eran preguntas no del todo impertinentes, o al menos así me lo parecía  —“¿Está el mundo fuera de control?”, “¿Qué encierra el futuro?”—, y que nos arrojaban por debajo de la puerta como si fueran granadas de mano.

Ya en ese tiempo, mi padre ya actuaba de una manera inusual. Comenzó a padecer de insomnio y a tomar pastillas para dormir. Por las mañanas, al despertar, le costaba trabajo incorporarse al mundo de los vivos. Se quedaba sentado en la cama, mirando hacia la pared, antes de prepararnos el desayuno, mientras mi madre se maquillaba para ir a trabajar. Los fines de semana nuestras salidas, aparte del cine y comer en un restaurante, consistían en recorrer en el Renault 12 los vecindarios en donde hasta entonces había vivido la gente rica, que ya comenzaba a mudarse a fraccionamientos más exclusivos a las afueras de la ciudad. Eran grandes casonas de estilo colonial California, nos explicaba mi padre, de fachadas blancas y jardines extensos, tejas rojas y grandes ventanales alrededor de la escalera. A mi hermana y a mí nos gustaba mirar las decoraciones de Halloween y Navidad, la manera en que sus habitantes parecían competir con los vecinos por los adornos más ostentosos. Nos gustaba en especial una casa en donde los dueños colocaban un nacimiento enorme, casi a escala humana, con la Sagrada Familia, los reyes magos, multitud de pastores y toda clase de animales inverosímiles para la Palestina del año cero, porque aparte del elefante de Melchor y el camello de Gaspar, había jirafas, hipopótamos, monos, tigres de bengala, etcétera. Ya habían pasado las festividades y un sábado por la tarde nos dimos cuenta de que en lugar del nacimiento había un letrero de venta fijado en la fachada.

Mi padre ya había detenido el Renault.

—¿Qué pasa? —le preguntó mi madre, pero su esposo ya estaba de pie ante la puerta, el dedo índice en el botón del timbre.

—¿No quieren conocer cómo es por dentro? —nos gritó.

—¡Sí! —dijo Inessa, mi hermana, la entusiasta, y mi madre y yo no tuvimos más remedio que bajarnos, algo que me resultó, no sé por qué, embarazoso, tal vez porque no teníamos dinero para pagar una casa de ese tamaño. Mi padre con frecuencia hacía referencia a los años que faltaban para terminar de pagar el lugar donde vivíamos, construido por el Estado, de ladrillos rojos, dos habitaciones, caliente como un horno en verano y frío como un congelador en invierno.

Nos abrió un hombre de aspecto pulcro y austero, moreno, de cabello gris, que vestía una camisa blanca impecable. Yo supuse que debía de ser el mayordomo, o algo así, porque los mayordomos sólo los había visto en las películas.

—Buenas tardes —se presentó mi padre—, nos interesa conocer la casa.

Daba pena verlo vestido con los jeans que se había comprado con descuento en la fábrica, y una camiseta de polo. No parecía la clase de persona que pudiera comprarse una casa de ese tamaño, pero el hombre de aspecto pulcro no pareció notarlo:

—Pasen —nos dijo con un ademán.

La casa era más bella y luminosa por dentro que por fuera, estaba vacía y nuestros pasos resonaban en el piso de madera encerado. Yo nunca había visto un piso de madera. Me maravillaron las molduras del techo del vestíbulo, de donde colgaba una araña de cristal. Una escalera helicoidal bajaba del segundo piso rodeada por los ventanales que podían verse desde afuera, aunque dentro la luz era filtrada por el verde de los árboles del jardín. Mi padre hablaba con el hombre que nos mostraba la casa y se daba aires de importancia, preguntando algunas cuestiones sobre el estado de los techos, la plomería y la instalación eléctrica.

—Mamá, ¿por qué en el baño hay dos excusados? —preguntó Inessa.

—Es un bidé —dijo mi madre, pero no quiso dar más detalles al respecto.

Y no sé cómo se volvió una costumbre, a partir de aquel sábado, entrar en aquellas casas cada vez que veíamos un letrero de venta. Nos dedicábamos a husmear cada rincón como expertos compradores e incluso a criticar abiertamente ciertos detalles.

—Creo que no está bien orientada —observaba mi madre.

—Me parece que la cocina es demasiado pequeña —decía mi hermana, aunque no fuera cierto.

—Gracias —se despedía mi padre, mientras apuntaba el teléfono que el empleado de la inmobiliaria o el mayordomo o el miembro de la familia propietaria le dictaba—, voy a consultarlo con mi esposa.

Como todo lo que hacía en la vida, apuntaba de manera metódica aquellos números de teléfono y las direcciones de las casas, como si fuera a usarlos en algún momento.

En cuanto al engomado en la ventana que decía “Este hogar es librepensador”, con el tiempo se volvió ilegible, carcomido por el sol. Y como sucede en aquel cuento de “El lobo y los siete cabritos” —donde los cabritos le piden al lobo les muestre la pata para ver si es blanca y no negra—, mi hermana y yo nos resignamos a mirar con sigilo, entre las cortinas, cada vez que llamaban a la puerta y estábamos solos, pero las testigos de Jehová tocaban el timbre una y otra vez. ¿Qué podíamos hacer? Decirles que éramos librepensadores —lo que fuera que esto signifique— sólo habría exacerbado más sus instintos misioneros. Fue Inessa, una tarde, quien encontró la solución que utilizaríamos desde ese momento para alejar a las testigos de Jehová. Cuando llamaban a la puerta y le preguntaban si había leído la Biblia, les respondía que sí, pero la Biblia judía:

—Porque en esta casa somos judíos —mentía— y leemos la Torá durante el shabat.

El truco consistía en alargar la “sh” para darle un tono aún más exótico.

—Shhhhhhhabaaat —decía ella.

Las testigos de Jehová se quedaban desconcertadas sin saber qué responder. Luego Inessa agregaba con su vocecita de niña en apariencia inocente, y con el tono pedagógico de la familia Sánchez:

—¿Sabía usted que la Torá está compuesta por los primeros cinco libros de la Biblia de ustedes los cristianos?

—…

Silencio, porque aquel “ustedes los cristianos” o “ustedes los gentiles” parecía tener un gran efecto sobre ellas.

—Lo que ustedes llaman el Antiguo Testamento.

—…

Pestañeo.

—También se le conoce como Pentateuco…

—…

Silencio. Pestañeo.

—Génesis, Éxodo, Levítico, Números…

Yo tenía que aguantarme las carcajadas detrás de la puerta. ¿De dónde habría sacado Inessa, con apenas siete años —yo tenía doce—, que la Biblia de los judíos se llamaba Torá o Pentateuco? Eso ya era gracioso de por sí, pero el rostro de las señoras en apariencia irreductibles, los folletos a manera de escudo, el cabello corto o bien agarrado en una coleta, que olían a toda clase de cremas, talco Johnson & Johnson y otros productos de limpieza, a pesar de los casi cuarenta grados y el sol del mediodía —siempre frescas por medio de la fe—, aquello sí que podía matarme de risa. Si Inessa les hubiera dicho que éramos seguidores de Baal o Moloch se lo habrían tomado con más tranquilidad.

—Ah, qué bueno —decía finalmente una de las mujeres.

¿Qué pasaría por sus cabezas? A lo mejor se imaginaban a Inessa con un tocado a lo Caifás en el Sanedrín, como en las películas en Semana Santa.

—¿Gustan pasar? —remataba Inessa.

Y les mostraba los sillones funcionales comprados con un crédito del Estado, cubiertos con un sarape de Saltillo, los guajes y los dibujos étnicos en hojas de papel amate clavados con tachuelas en la pared. No podía faltar la guitarra con la que mi madre amenizaba las reuniones con nuestros amigos librepensadores, ni su colección de máscaras chiapanecas —pues había nacido en ese estado—, obligatoria a la sazón en todo hogar que se preciara de ser librepensador.

—Que pases buenas tardes —sentenciaba una segunda mujer con una sonrisa forzada, porque ya Inessa había logrado extraerle una gota de sudor de la frente.

A lo mejor existía una especie de curso de capacitación para testigos de Jehová en donde estaban previstos aquellos escenarios posibles cada vez que llamaban a una puerta, como el McDonald’s donde años después yo tomaría un curso de capacitación. Ahí me enseñaron qué decir en caso de que un cliente se pusiera pesado, por ejemplo, pero yo creo que el curso de los testigos no decía nada sobre cómo tratar con una niña que hablaba de la Torá.

Cuando las mujeres se marchaban, Inessa cerraba la puerta para poder desternillarnos de risa. Y disfrutamos hacerlo por un tiempo hasta que nos aburrió. Volvimos al sigilo, a asomarnos por la ventana y a subirle el volumen al televisor. Ése fue el año que mi padre comenzó a firmar aquellos cheques en blanco. Dejamos de salir los fines de semana a inspeccionar las casas de la gente rica, prescindimos del cine y del restaurante. Luego unos hombres vestidos con trajes de poliéster vinieron a buscarlo por desfalco, pero él ya se había ido para siempre. No volvimos a saber de él en muchos años. Y así fue como el verdadero lobo del cuento nos mostró su garra blanqueada en harina e Inessa y yo no pudimos hacer nada para defendernos.

—Hola, ¡somos la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días!

Sí, poco después comenzaron a aparecer los misioneros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Dos muchachos agradables con pantalones de pinzas, camisas blancas de manga corta, corbatas con broche y mochilas JanSport. Brother John y el hermano Juan. Un gringo rubio y un local moreno. Tenían su propia Biblia llamada el Libro del Mormón, pero nunca fueron tan divertidos como los testigos de Jehová.

 

 

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/lagualdra600

 

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