No hay lugar a dudas ni atisbos de esperanza de que se tratara de la ineptitud de un bienintencionado megalómano con demasiado poder.
La llamada “guerra contra el narcotráfico” fue siempre una farsa, no una estrategia fallida, un error difícil de admitir o siquiera un asunto de ideología.
No era solo el protagonismo de Felipe Calderón ni su necesidad de construir la legitimidad que las urnas le negaron. Se trató, por el contrario, de la puesta en marcha de una escenificación a costa de la paz pública.
Como en la neolengua orwelliana, hablar de la “guerra contra el narcotráfico” fue la mejor coartada para permitir y fomentar su crecimiento como nunca antes lo habían hecho, según lo hicieron saber testigos del juicio contra Genaro García Luna que concluyó la semana pasada.
Se trató de un negocio redondo, porque además de lo obtenido por cárteles, tan solo a Genaro García Luna le permitió hacerse de una fortuna que hoy excede los 700 millones de dólares.
¿Cuánto más habrá quedado repartido entre sus subordinados, cómplices y superiores?
No todo se mide en efectivo. La bandera de la guerra contra el narco permitió a los cárteles de su contentillo deshacerse de sus enemigos.
Hoy sabemos gracias al testimonio de Sergio Villarreal alias El Grande que fue él, un miembro de un cártel, quien no solo delató la ubicación de El Rey Zambada, hermano de El Mayo, sino quien, además, en persona y con uniforme oficial, fue a apresarlo.
Ahora sabemos que esto fue también buen negocio para muchos medios de comunicación. Algunos vendieron difusión, y otros vendieron silencio. El caso es que fueron ellos quienes hasta en series de acción pretendieron convencernos de las hazañas del “superpolicía” que eliminaba bandas de secuestradores, que hoy sabemos eran inexistentes, y enderezaba operativos de limpieza contra los enemigos que lo denunciaban o cuando menos sospechaban ya de sus andanzas.
La cárcel, la deshonra y la persecución fueron el pago de aquellos que ingenuamente confiaron en Felipe Calderón y, creyendo que estaban frente a un presidente engañado, le hicieron saber de los nexos de su secretario de seguridad con el crimen organizado.
Lo mismo sucedió a periodistas que tuvieron el valor de informarlo, como es el caso de Jesús Lemus, encarcelado por hablar de los nexos de Cocoa Calderón (hermana de Felipe) con la familia michoacana.
Todo esto ya era suficiente evidencia de que estábamos frente a una farsa y que no era simple ineptitud dar de cañonazos al avispero.
El caos y la violencia no fueron consecuencias inesperadas de decisiones precipitadas, sino el humo escenográfico necesario para enriquecer a unos cuantos que gritaban “al ladrón, al ladrón” mientras emprendan la huida llevándose consigo millones de dólares, y peor aún, aniquilando la paz social por tantos años construida.
Las cifras del “hubiera”, si el fraude electoral del 2006 no se hubiera concretado, acercan a la depresión: se calcula que 93% de los detenidos por las fuerzas del orden de García Luna, más temprano que tarde, salieron libres por la imposibilidad de probarlos culpables.
En ese tenor, estremece pensar cuántos de los asesinados en nombre de esa guerra, y de la lucha contra el narco, murieron como falsos positivos frente el aplauso popular de quienes por entonces creían que “se matan entre ellos”.
Todo esto, sospechado antes y confirmado ahora gracias al juicio de García Luna en Estados Unidos, constituyen la lápida política de Felipe Calderón y su fuerza política que conlleva buena parte del Partido Acción Nacional, pero que no se limita a éste.
La certeza de la corrupción de lo que antes pasaba por ineptitud, de la crueldad y la ambición de lo que antes se asumía como indolencia y error, hacen imposible el perdón o el olvido.
Juzgado García Luna en Estados Unidos, en el país que tanto se pontifica, se desvanece cualquier presunción de tratarse de persecución política y deja, como única defensa, las ganas de juntar al país entero al desprestigio para poder argumentar que la condena no es a él, a los gobiernos en los que trabajó, a los presidentes que lo encumbraron, Vicente Fox y Felipe Calderón, sino a todo el país, que lo padeció, y que vive hasta hoy las secuelas de lo que su corrupción dejó.
Ese es el tamaño de la desvergüenza.