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jueves, 25 abril, 2024
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El Canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA • Araceli Rodarte •

La fuerza entre las palabras

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¿Existe fuerza en cada palabra? Yo creo que eso es bastante relativo. Más bien lo que muchos interpretamos como fuerza en las palabras llega en realidad como fuerza en la combinación de ciertas palabras: fuerza entre las palabras.

Redactar implica elegir términos, aunque la etimología nos remite a los significados de reunir, colectar. Claro que para hacer más rotunda cada determinada colección de palabras elegidas intervienen las pausas o cesuras y el ritmo. En un nivel más elaborado tenemos el tema del que se habla. En otro, la extensión. Así, por ejemplo, nos queda la fuerza poética del gran cocodrilo, Efraín Huerta, poeta nacido en Silao, Guanajuato, quien se lanza así contra los ministros de culto:

 

Bendito sea el temor escalofriante.

Y bendito tu nombre, Jesucristo, varón a sangre y fuego,

látigo y maldición. Bendito sea tu nombre, como maldito es,

bajo el polvo de los siglos, el crujir de sotanas

(águilas de rencor y de lascivia);

como maldito es

el amargo murmullo de los rezos;

como maldito es el vaho tremendamente sepulcral del

incensario;

como maldito es en esta tierra el horrendo lebrel

que a dinamita pura vuela el templo evangélico.

Bendito seas, hermoso Jesucristo a la orilla del lago,

y santa tu palabra de bondad y miseria.

Pero maldito sea quien en tu nombre alzó

la cruz del latrocinio, y tus bellas espinas subastó en el mercado.

 

La fuerza entre las palabras es algo que admiro sobre todo en la poesía. Intuyo en ella la profundidad a la que puede llegar el humano. Reitero aquello que mencionan que dijo Baudelaire, que en literatura no hay temas buenos ni malos, sino formas buenas o malas de decir las cosas.

Recuerdo también, por ejemplo, la más bella petición de aborto que he leído. Es el poema Farewell, de Neruda. Nada de él adjunto, para no incurrir en obviedades. Aunque sí transcribo algo del otro chileno, el duro, el tal Pablo de Rokha:

 

Soy el hombre casado, soy el hombre casado que inventó el matrimonio;

varón antiguo y egregio, ceñido de catástrofes, lúgubre;

hace mil, mil años hace que no duermo cuidando los chiquillos y las estrellas desveladas;

por eso arrastro mis carnes peludas de sueño

encima del país gutural de las chimeneas de ópalo.

 

Soy partidario de la fuerza que resulta entre las palabras sabiamente elegidas. Creo en que es tal vigor lo que nos incardina a nuestra natura y convivencia, más que las palabras mismas a las que inútilmente podemos rendir un culto inútil. Como lo propuso Walt Whitman, en lo que escribimos y pensamos nos cantamos y nos celebramos.

Insisto: cuan estúpido resulta quien escribe sólo para publicar y publica sólo para enmarcar. Escribir es en realidad descubrir, indagar, explicarse lo inexplicable e hincarse sello permanente sobre permanentes sellos. Al definir nos definimos.

La fuerza de las palabras me es aspiración. Cuán miserables, dignos de lástima, resultan quienes creen en las musas y vagan por el cuarto rezándole a no sé quién para que en su máquina o monitor brote un texto mágico, para que algún espíritu santo o maldito musite al oído del infausto la combinación exacta de palabras. Cuán tontos cuando quieren escribir sin haber leído, escribir sin haber pensado.

Cuán tarados resultan quienes buscan que cada palabra suya sea exquisita, rebuscada, y prefieren tener un texto o discurso “dominguero”. Cuán tarados quienes les aplauden y celebran. A todos ellos hay que recordarles: “¡No es la palabra determinada, sino la fuerza del conjunto, imbéciles!”.

 

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