Aún antes de desarrollarse las elecciones en Coahuila y el Estado de México, la atención se encontraba ya puesta en la próxima lid electoral, e inclusive, los actores políticos de carácter nacional veían más el episodio del primer domingo de junio como la primera escala de la que se presenta como la elección de mayor tamaño en la historia de México: la del año que está por venir. Inmediatamente después, el partido mayoritario inició la organización de su proceso interno, emitiendo una serie de reglas para sus competidores, que, desde entonces, son el centro de la agenda pública a nivel nacional.
Tal suceso nos da oportunidad de recorrer brevísimamente la historia del proceso más importante de nuestra vida política, es decir, la sucesión de la persona titular del Poder Ejecutivo, cual país con sistema presidencial y, más aún, considerando la naturaleza presidencialista de nuestro régimen político. Si bien es cierto que el poder del presidente se vio limitado durante décadas, recobró fuerza inusitada, tanto a nivel electoral, como a nivel mediático y social, en el sexenio de cuya sucesión nos referimos antes.
Si atendemos al proceso de consolidación del Estado como poder hegemónico, luego de las primeras décadas de vida independiente, y a partir del periodo que conocemos como república restaurada. El Estado, pues, se consolidó con mayor claridad como poder central de la vida política y social durante el régimen que encabezó Porfirio Díaz, confundiéndose, desde entonces, la figura presidencial con la del Estado mismo. Su sucesión misma convocó al país a un álgido proceso que no culmina sino diez años después, luego de la más cruenta guerra civil de la que nuestra historia ha dado cuenta. El régimen que lo sucedió derivó en inestabilidad política, justo por la indefinición de un método institucional para dar cauce al proceso de sucesión en la presidencia. No es hasta la decisión del general Lázaro Cárdenas de terminar con el Maximato, en la que se da forma al método que habría de acompañar durante las siguientes décadas. Dicho proceso encontró fórmulas, mecanismos e instrumentos que permitieron, con cierta holgura, al presidente en turno, definir a su sucesor, si bien, conforme la sociedad fue exigiendo mayor apertura, dicho procedimiento fue cobrando complejidad, y a su vez, ciertas características de equilibrio entre los grupos en el poder. El método tuvo más o menos efectividad hasta la sucesión de 1988, en la que una fractura inusitada al interior del partido hegemónico provocó daños al sistema que tuvieron un grado superior de exhibición en la sucesión de seis años después, con dos sucesiones en una: la que arrojó como candidato a Luis Donaldo Colosio Murrieta, y la que, luego de su muerte, colocó a Ernesto Zedillo como candidato y posterior presidente emanado del PRI. La fuerza de los presidentes que emanaron de Acción Nacional, un partido con recias costumbres democráticas aún en esa etapa, no fue suficiente para imponer a sus favoritos. La última definición de un presidente respecto a la candidatura de su partido, que fue la que recayó en José Antonio Meade, arrojó la más dura derrota del instituto que lo postuló.
Nos encontramos, pues, ante un panorama que no puede desentenderse de nuestra historia ni desprenderse de costumbres del poder en nuestro país, sin que por ello el método deje de ser novedoso, cuyos resultados podrán apreciarse aún antes de que se anuncie el resultado, pues, los tiempos que vivimos hacen inevitable la transparencia de la contienda por el poder.
@CarlosETorres_