La corrupción, como definición, tiene un origen conceptual y filosófico. Platón fue de los primeros en ilustrar una idea que pudiera englobar un problema tan complejo y multifactorial en una sola palabra, sin embargo, puntualizó que la corrupción era algo que tenía que ver con la decadencia, una decadencia en la que filosóficamente el poder corrompía al hombre para que así lo utilizara egoístamente para su beneficio personal y no para el grupal.
Entre los múltiples enfoques para poder estudiar al fenómeno sobresalen tres: el normativo, según sus características y magnitud, o como fenómeno social.
Ante la complejidad del asunto las ciencias sociales han categorizado el fenómeno en temas como corrupción sistémica, pequeña corrupción, rentismo o clientelismo. Ejemplos tenemos de sobra para identificar los conceptos anteriores cuando recordamos cómo de manera organizada una camarilla de políticos atrae recursos públicos de una institución de gobierno, o bien distribuye apoyos de programas sociales a cambio de votos.
Según “Transparencia Internacional”, quienes han trabajado en varios países como una asociación no gubernamental y apartidista, la corrupción es -el uso del poder público para el beneficio privado-, sin embargo, la definición ha dejado, sobre todo en términos legales, ambigüedades que no permiten identificar y reconocer otros elementos que son determinantes para lograr una identidad jurídica y con ello poder tipificar el delito para después castigarlo.
El concepto de corrupción ha sido ampliamente debatido en el sentido estricto de su definición, partiendo de la necesidad de poder precisarlo para de esa manera englobar el problema y atacarlo, sin embargo, al tratarse de un problema tan abstracto se ha visto en la necesidad de crear una definición estándar, la cual fue englobada dentro del libro “Transparencia Internacional, guía de lenguaje claro sobre la lucha contra la corrupción”, en el año 2009. Según el libro la corrupción es, de manera general, la que se identifica cuando se comenten actos en los niveles más altos de gobierno en los que involucran el desvío de recursos públicos que son propiedad de la nación para beneficios personales de líderes políticos.
En nuestro país la corrupción se ha vuelto un problema sistémico, en donde no es un caso aislado o de pocos políticos de alta jerarquía, sino que estamos frente a un problema en el que para obtener recursos públicos es necesaria la intervención de más servidores públicos de menor poder pero que se involucran en ella a través de trámites administrativos o facilitando información con el temor o no de perder su trabajo. La corrupción también está instalada en nuestra cultura de manera sutil y se ve reflejada en el funcionamiento de nuestra sociedad y en comportamientos ilegales, en donde percibimos a las “mordidas” como tasas fiscales o trámites rápidos para darle pronta solución a una ilegalidad.
La corrupción es también un atentado directo a los derechos humanos, toda vez que el recurso desviado pudiera ser utilizado en obras sociales por lo que, de manera tajante, se les está quitando la posibilidad a las personas de tener acceso a medicamentos gratuitos, conectar rutas de ventas a través de carreteras rurales, proveer internet y educación de calidad, entre otras.
Fue gracias al presidente López Obrador que la corrupción se encuentra marcada en la agenda nacional como una de los asuntos más repetidos en los medios de comunicación, y es menester señalar que gracias a la verbalización y el señalamiento del problema que se puede ganar terreno ante el poder destructivo del mismo.
Al tiempo, el reto más importante que se tiene para acabar con la problemática es la creación de modelos estadísticos y matemáticos que generen información cuantitativa y cualitativa para predecir el fenómeno, medirlo y sustancialmente, acabarlo.
