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martes, 23 abril, 2024
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Álvar Núñez Hocico de Chancho

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Por: Guillermo Nemirovsky •

La Gualdra 478 /  Elucubraciones

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Si tuviese la oportunidad que los hados me concedieran un deseo imposible, sin vacilar elegiría pasar algunas veladas con Álvar Núñez Cabeza de Vaca. De niño escuché su nombre pero, como yo era un alumno distraído, no llegué a enterarme bien de quién había sido, ni creo en realidad que nadie haya tratado de explicármelo. Había entendido, claro, que era un “conquistador”, pero esa palabra no terminaba de aclararme nada. Tardé muchos años en entender por qué: pertenece al léxico de los “vencedores”, (hoy diría sin tapujos los “invasores” pero, para entonces, mi conciencia americanista aún estaba en ciernes) y no describe sino una ínfima parte de la realidad. Como a todos los niños, me llamó la atención ese apellido tan altisonante. Parecía más bien un apodo, un chiste, incluso un insulto, como llamarse Hocico de Chancho o algo así. Me resultaba difícil concebir una imagen que no fuera absurda, pues veía a una persona a todas luces importante, vestida con armadura y montada a caballo, y con una cabeza de vaca en lugar de rostro. Años más tarde di con el relato de sus desventuras (es la palabra apropiada), unas memorias que llevan por título Naufragios, como una confesión.

Álvar Núñez Hocico de Chancho tuvo el infortunio de participar, como tesorero, en la expedición más absurda y calamitosa de la que se tenga memoria, bajo el mando de Pánfilo Narváez, un imbécil con mucha influencia y buenas relaciones. No sé si fue desde entonces cuando la palabra pánfilo pasó a ser sinónimo de tontuelo, pero no lo descarto del todo. Cinco navíos y seiscientos hombres zarparon de San Lúcar de Barrameda con la férrea intención de hacerse con la Florida y, de paso, con la fuente de la eterna juventud. Entre las deserciones en Santo Domingo (unas doscientas personas), las enfermedades que mataron a decenas de tripulantes, los huracanes y tormentas que devastaron Cuba y hundieron casi todos los barcos, a las costas de Florida llegó solo un puñado de personas y, entre el hambre y los flechazos, pronto únicamente sobrevivieron cuatro. A Álvar Núñez Cola de Perro lo capturaron los nativos, y permaneció esclavo durante seis años, pasando de amo en amo y padeciendo tormentos de toda índole. Al cabo de ese tiempo, fue cedido a un chamán con el que aprendió, bien o mal, los rudimentos del oficio, además del idioma. Cuando por fin logró huir, vivió del comercio de conchas y caracolas que los nativos usaban para cortar. Llegando a la desembocadura del Mississipi, encontró a los otros tres sobrevivientes y se juntaron en un interminable periplo, de nuevo cautivos, de nuevo prófugos, de nuevo mercaderes. Su relato describe como nadie las costumbres de los pueblos nativos. Cuenta, por ejemplo, que cuando dos personas de distintas tribus se juntaban, se sentaban en el suelo a llorar a moco tendido, la una por la otra, como señal de compasión recíproca. El llanto, en definitiva, era un lenguaje que los nativos supieron desarrollar con extremo refinamiento.

Fue durante uno de esos episodios de cautiverio que, envalentonado por la inminencia de una ejecución prometida, Álvar Núñez Barriga de Sapo, sabedor de que el hijo del cacique local estaba malherido, dio a conocer sus dotes de chamán, pergeñó una suerte de coreografía inédita hecha de danzas aprendidas de los nativos y de la parafernalia que recordaba de las misas de España (hoy se hablaría de “performance”), pronunció unos cuantos avemarías, le quitó la punta de la flecha que había herido al muchacho, y lo dio por curado. Así empezó su fama de curandero. No más llegar a un pueblo con sus tres acólitos, pedían que les trajeran a los moribundos, repetían una pantomima cada vez más sofisticada, los daban a todos por curados, y se marchaban sin esperar, no sea cosa que el embrujo no funcionara. Su fama recorría vastas extensiones, y se adelantaba a su llegada. Pronto empezaron a seguirles cientos de nativos, que anunciaban los milagros por acontecer. Y como de algo había que vivir, Álvar Núñez Oreja de Burro les pedía que le dieran todo lo que poseían, mantas, flechas, tejidos, alhajas, con la promesa que los habitantes del pueblo siguiente, rendidos a su arte, les entregarían todas sus pertenencias a su vez, y que él se las revertiría. Para que este sistema funcionase, el barbado chamán no se quedaba con nada, salvo alguna que otra alhaja que era, para cualquier español, una tentación irresistible.

Así, de pueblo en pueblo, Álvar Núñez Colita de Rana inventó, para su propia usanza una especie de economía circular (o piramidal, no termino de entenderla) que le salvó la vida durante los nueve años que duró su temeraria empresa, si contamos los periodos como esclavo, prófugo, mercader, curandero y gurú. Aprendió seis idiomas, se casó con una nativa y tuvo, dicen, dos hijos. Cuando por fin dio con cristianos, estos no daban crédito a lo que veían: un hombre barbudo, melenudo y desnudo, que iba acompañado por cientos de indígenas. Obviamente, los españoles masacraron a los nativos, a pesar de ser estos pacíficos y amistosos. Ya para ese entonces, el antiguo tesorero del pánfilo de Narváez, sentía plena empatía por los indígenas, por lo menos para con aquellos que se mostraron amigos y generosos. En cambio, el horror que le produjo la matanza de su cortejo despertó las sospechas de los cristianos. Regresó a España Álvar Núñez Patitas de Oruga, y le tocó defender su honor y su lealtad a la Corona. Como recompensa, lo mandaron esta vez a la selva paraguaya como gobernador del Río de la Plata y de Paraguay, con el mandato de pacificar a los guaraníes. Estos últimos entendieron rápidamente que, si atacaban de vez en cuando a los españoles y luego pactaban la paz, recibirían abundantes regalos del gobernador.

Cerca de diez años duró este ciclo, hasta que su empeño en proteger a los indígenas de los abusos y violaciones de los cristianos le costó el puesto y la libertad. Fue denunciado al Consejo de Indias, llevado a España bajo arresto, con hierros en los pies, juzgado y condenado al destierro en Orán. No se sabe muy bien lo que sucedió con él, solo queda ese increíble relato de sus Naufragios, y no puedo más que imaginar las veladas que me hubiese gustado tanto compartir con aquella persona extraordinariamente inteligente, cuya humanidad se fue forjando al fuego de sus experiencias, y de las tragedias que protagonizó. Veinte años de abnegación y sufrimientos premiados con el destierro y el deshonor. Supongo que mi relato está plagado de errores históricos, de confusiones y de exageraciones muy poco académicas, pero la narración del propio protagonista es un monumento de asombrosa tenacidad y resiliencia que merece ser recordado, más no sea por su divertido apellido.

 

1) Naufragios y Comentarios, Álvar Núñez Cabeza de Vaca; Editorial Anaya (1992).

*Traductor, profesor de la Universidad d’Evry-Universidad Paris-Saclay.

 

 

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