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viernes, 26 abril, 2024
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Emilio o el mundo en sus patas cortas

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Por: ADSO EDUARDO GUTIÉRREZ ESPINOZA* •

El señor salchicha cabía en la palma de una mano, en el bolsillo de cualquier pantalón o camisa, cabía en un recipiente y en las muchas bolsas de mi madre. Sus patas anchas hacían presión en la espalda de mi padre. Él presionaba e intentaba desenterrar algo, con sus diminutas patas. Luego, dormía en el regazo de mi padre hasta escuchar a mi hermano, o en su defecto los pasos o los ladridos de Huesos.

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Alguna vez trepó sobre mi cajonera para robarse calcetas. Los escondía o quizás olvidaba dónde los dejaba, pero en un punto ya no tenía qué ponerme. Muchas veces, se escondió entre la ropa, su color hacía que se perdiera en la oscuridad y la ropa negra, si no fuera por su nariz y su cola habríamos pegado gritos al cielo, angustiados porque se habría escapado. Un perro tan pequeño podría caber incluso en la bolsa del mandado de algún ladrón.

Sin embargo, le fascinaba hurtar: ¿cómo le hacía si su tamaño no le permitía, por ejemplo, tomar objetos grandes y pesados? Tenía una cómplice: Huesos, que le impulsaba a hacer ciertas acciones. Una tarde, ella empujó una de las sillas, se agachó hasta el suelo y Emilio la escaló. Subió a la silla y luego a la mesa. Tomó una bolsa de carne, de pollo en aquella ocasión, y la tiró al suelo. Entre ambos se repartieron el botín. Llegamos y los dos tenían la cara manchada de grasa y piel. Olían a carne y a travesura realizada. Vimos sus estómagos inflados, ninguno podía siquiera acostarse y respiraban con dificultad. Mi hermano los sacó a caminar, hasta que de alguna forma lograran disminuir la inflamación, que era la consecuencia de haber comido demasiado. Durante el resto de la semana, encontramos huesos y pedazo de carne en todos lados, incluso en la ropa recién lavada y planchada.

Luego, Cuco, que así se llamaba el perro, creció y sus aventuras se volvieron más inmensas, como sus robos. Una noche subía a la mesa, ya sin ayuda de Huesos, para robarse las carnes frías de la pizza. Solo eso y el queso jamás lo comió, hasta eso. Otra, robaba la comida de sus otros hermanos de convivencia, que murieron por vejez. Una más, a base de un engaño bien planificado, hizo que Huesos pidiera cariño a un invitado, quien lo hizo creyendo el engaño, y luego robó la salchicha del hot-dog, que lo repartió en partes iguales con su cómplice. Todos estos hurtos, estas gitanerías, comprobaban que el tamaño poco le importaba y vivía en el mundo.

Por otro lado, Cuco estuvo en los momentos más afortunados de mi hermano, desde sus primeras cirugías como estudiante de veterinaria hasta la apertura de su clínica. No era desconocido para amigos y colegas que Cuco estuviera con los pacientes, cuidando de ellos para que no se angustiaran. Los perros y los gatos también se estresan cuando van al médico. Cuco no podía acercar algún instrumento quirúrgico, pero su presencia calmaba a los pacientes.

Era así también con los humanos. Cuando yo enfermaba, se sentaba con Huesos a un lado de la cama y no permitían que se acercaran desconocidos, salvo mis padres. Hacía lo mismo con mi hermano y mis padres. Tan pequeño, pero con la fortaleza de un Atlas para cargar con el dolor de los demás. Cuando Cuco enfermaba, la casa no era la misma. Silenciosa, pues siempre hacía toda clase de ruidos, desde ladridos hasta las carreras que hacía en casa. Ladrido constante y presiones de patas sobre el suelo. Sin embargo, todo se volvía luz y sonido cuando recuperaba la salud.

Los años vinieron, Cuco creció más y viajó por muchas partes. Quizás conoció más ciudades que cualquiera de los humanos con los que se relacionó. Desde las ciudades hasta las playas, siempre con la cabeza fuera del auto para sentir la brisa. Cuco giraba con el mundo, sentía en sus patitas lo que la vida le deparaba, buenas o malas experiencias o acciones.

No hablaba, pero tenía sus formas para comunicarse, ladridos, gruñidos, golpes con la patita y empujones con la cabeza. “Trompear, ladrar y molestar”. Por eso, el silencio y lo estático realmente fueron sus enemigos. Yo creo que los odiaba, tanto como para volver cualquier acción en una fiesta: su manera de combatirlos.

Tenía una forma peculiar de pedir jamón o algún otro premio. Miraba fijamente, le brillaban los ojos, no dejaba de mover la cola y ladrar. Yo le decía, más que travesura era parte de nuestro ritual, que me llevara al lugar en donde quería. Bajábamos las escaleras y miraba el refrigerador, luego a mí. Lo abría y le daba el jamón. Él lo tomaba con mucha alegría. Esa era una forma en la que nos entendíamos.

El tiempo y la vejez se le vinieron encima sobre sus patas cortas, así como sus enfermedades. Ya no escalaba ropa ni robaba, pero siempre tuvo una mordida o un ladrido para recordarnos y exigirnos comida y mimos hasta sus últimos días.
Ahora, la casa se siente extraña, tan sola y silenciosa. ■

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