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jueves, 25 abril, 2024
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Alba de Papel La “nueva normalidad”, sinónimo de más pobreza…

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Por: ALMA RITA DIAZ CONTRERAS •

Para los individuos y grupos marginados, pareciera que sí; para las comunidades indígenas del sureste mexicano y aquellos que han migrado y se han esparcido por todo el país, también. Para los wirráricas, rarámuris, yaquis, mayos y kikapúes del Norte y Centro Occidente, la existencia actual constituye una de las crisis más severas de los últimos 100 años, no sólo para su sobrevivencia económica, sino por el azote de la pandemia por el Covid-19, que ya se cierne sobre ellos.

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El plan civilizatorio de la recuperación del México profundo de Guillermo Bonfil Batalla, se convierte en ceniza premonitoria de un proyecto político maniroto, imposibilitado de incluir verdaderamente a los más pobres, en una política cultural y económica que transforme la miseria estructural a la que históricamente se les ha sometido, a causa de la discriminación y la impunidad prevalecientes que carcome sus posibilidades de una vida digna.

A donde se mire de la geografía nacional, se encontrará la pobreza como signo de identidad, peligrosamente irritante, de estos grupos ignorados por los gobiernos, como ciudadanos dignos y orgullosos, hijos indiscutibles de una realeza ignorada, como alguna vez lo diría el maestro Miguel León Portilla.

La defensa por la resistencia indígena, a poco más de un año, de cumplir 500, exige a las autoridades de los tres niveles de gobierno, a los organismos autónomos y a las entidades no gubernamentales, a realizar un diagnóstico que les permita diseñar un programa emergente por la dignidad y la calidad de vida de los pueblos originarios y las familias que se han diseminado en todo el territorio mexicano.

Son alarmantes las noticias sobre la precariedad infame de familias indígenas de Guerrero, Chiapas, Veracruz y Oaxaca, quienes acostumbradas a vivir al día, ante el confinamiento social, durante tres meses dejaron de vender sus artesanías al turismo, y hoy no sólo tienen hambre, sino que el virus letal, ha cobrado la vida de más de tres mil personas, que no tienen servicios médicos, son anémicos, diabéticos y su sistema inmune es deficiente.
Por mucho, el alcoholismo ha calado en sus raíces míticas, y no hay sustancia pura en sus celebraciones, a pesar del extraordinario valor de su memoria ancestral sobre el origen de lo mexicano. Otra parte, impulsada quizá por la escasez y la privación constante, forma parte de las hordas criminales que minan con horror a toda la nación mexicana.

No son suficientes los apoyos a cuentagotas y los créditos que demandan una tortuosa tramitología, porque en su gran mayoría, carecen de documentación, y a la fecha, no se les ha aclarado convincentemente del beneficio de darse de alta en Hacienda.. ¿Para qué..?.. Si lo único que buscan es que alguien compre su artesanía para comer ese día, sólo ese día.

Siglos de abandono, de injusticia y de desigualdad para un grupo soterrado y maldito, destinado a desaparecer, salvo por su belleza fósil y memorable que se atesora en los museos. No, en definitiva no, se requiere de una política de fondo, no populista, sino profundamente democrática y justa, que revise sus carencias en todos los ámbitos de lo que significa una vida digna y con calidad.

La oscuridad del tiempo que hoy se vive, atravesado por la calamidad y el estruendo, también abre la posibilidad de un compás de luz para reestructurar y luchar por la renovación y el cambio de gobiernos mejor empoderados y una sociedad más justa, tolerante e inclusiva en el reparto de la riqueza, que reconozca en estos grupos, el valor inapreciable de su cultura y de su arte.

El antropólogo Bonfil Batalla, siempre defendió la posibilidad de soñar con un país mejor, consciente de los altos costos del progreso capitalista, y constante sin cejar en no perder su centro, y por lo tanto, el germen de su memoria, historia y a no olvidar a su gente, al pueblo, a sus primeros pobladores, inicuamente, hoy herederos olvidados.

En Zacatecas Capital, Calera, Jerez, Fresnillo, Guadalupe, Tlaltenango, Río Grande y Valparaíso se han asentado familias indígenas provenientes de Michoacán, Chihuahua, Nayarit, Colima, Oaxaca, Querétaro y Estado de México, sumando más de 10 grupos étnicos en una población aproximada de más de tres mil personas entre adultos, jóvenes y niños, que lamentablemente se encuentran en situación precaria, muchos de ellos, orientados a la música y a la mendicidad, pero esencialmente, dedicados a la elaboración de artesanía tradicional.

Ubicados en callejones, calles y esquinas de las ciudades, se aprecia a los wirráricas, mazahuas y otomíes ofrecer su joyería de chaquira, cuadros de estambre y prendas autóctonas, sus ventas del día, apenas alcanzan los 100, 150 pesos, algunos no vendieron nada después de 9 horas de exposición.

Ellos no sólo representan el pasado, son el presente vivo de nuestra diversidad cultural, un orgullo que con facilidad, olvidamos, aplastados por la violencia, el miedo al contagio del Covid-19 y por la incertidumbre económica que también enferma a más de 50 millones de mexicanos, y dentro de esta cifra dura, los grupos indígenas.

Una política es una regulación al servicio de los desposeídos, es un acto de justicia a favor del indigenismo mexicano, es ineludible darles respuestas y no dádivas de una nación mezquina inequitativa.

Hagamos votos, porque en breve se anuncie la construcción de la Casa del Artesano y se establezcan apartados específicos de apoyo y de reconocimiento a su dignidad humana y valor cultural.

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