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jueves, 28 marzo, 2024
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López Obrador: de la prédica al puñetazo

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Por: Agustín Basave •

Los mexicanos estamos atrapados en una viciosa espiral de discordia y crispación. Dos tercios de la población apoyan a Andrés Manuel López Obrador, uno de ellos incondicionalmente, una tercera parte lo rechaza por completo y sólo una pequeñísima e insignificante minoría, en la que me incluyo, tiene discrepancias sustanciales con él, pero también respeto y algunas coincidencias.
Para despolarizar al país se requiere achatar las aristas de los extremos y engrosar el centro, y el único que puede iniciar ese proceso es la persona cuyo liderazgo polariza a México. El problema es que no quiere hacerlo. AMLO está enojado y la inercia de sus andares de luchador social lo lleva a racionalizar su porfía: sabe que la confrontación lo llevó al poder y cree que la polarización le permitirá conservar el apoyo mayoritario.
Quienes no aprobamos ni reprobamos categóricamente a AMLO podemos pedirle que corrija el error. Él puede ignorar nuestra petición y nosotros podemos mantener nuestra postura crítica, pero, puesto que la distancia que nos separa no es abismal y no hay emociones corrosivas de por medio, el diferendo usualmente puede procesarse dentro del marco de urbanidad política. No es el caso de la inmensa mayoría de los mexicanos: todo lo que el presidente dice o hace es defendido a capa y espada por unos y repudiado por otros, y entre ellos sólo puede haber enfrentamiento y rispidez. Y es que la pulsión autoritaria y los reflejos rijosos de AMLO impiden que los suyos admitan sus desaciertos y que sus opositores radicales reconozcan sus aciertos.
Polarizar servía para hacer una revolución y sirve para ganar ciertas votaciones, pero nunca ha servido para construir gobernabilidad y paz social. Si damos por buena la frase atribuida a Bismark, de que los políticos piensan en la próxima elección y los estadistas en la próxima generación, tenemos que concluir que al líder polarizador le gana el cortoplacismo de la fijación electoral.
AMLO tiene las dos obsesiones: que la 4T no pierda el poder y que su gobierno sea fecundo y memorable. Una, omnipresente, lo impulsa a agudizar su electoralismo, y la otra lo lleva esporádicamente a aplacar su resentimiento y bajar el tono de sus arengas. Al final del día, sin embargo, así como algo lo persuadió en la contienda del año pasado a echar toda la carne pragmática al asador comicial, algo lo convence ahora de endurecer su discurso y sus acciones.
Su cálculo subordina la segunda obsesión y la primera acaba imponiéndose. Si conciliara, gobernaría con mayor eficacia, pero probablemente tema que su voto duro se ablande, que se debiliten sus candidaturas de 2021 –y, sobre todo, de 2024– y que su legado se pierda.
Lo cierto es que hay otra vertiente del dilema, la del mal humor globalizado, que AMLO soslaya. Como él, aunque por diversas razones, la gente está enojada y la manifestación de ese enojo es impredecible. En “la era de la ira”, como le llamé en este espacio, los agravios acumulados se están reclamando, y no se busca quién los hizo, sino quién los pague.
La responsabilidad ya no es individual, sino “gremial” o identitaria –las culpas se transfieren o se heredan– y las venganzas se vuelven indiscriminadas y a menudo violentas. Peor aún, la razón cede a la pasión el lugar que precariamente había alcanzado. Lo importante es la catarsis. Ningún país está a salvo y ningún dirigente es inmune. Esta indignación fue la que condujo a AMLO a Palacio Nacional, pero si se descuida, puede volverse en su contra.
Si bien hoy es muy popular y nada parece amenazar su liderazgo, lanzar cotidianamente invectivas a una porción de la sociedad, por minoritaria que sea, causa chispas que podrían incendiar la pradera. Un gobernante ha de tener dotes de bombero, no de pirómano.
Y es que la ofensiva no sólo puede provenir de las élites, sino también de sus partidarios. Si se desbordara el enardecimiento que producen las catilinarias presidenciales –contra los “descendientes de conquistadores”, contra los “conservadores hipócritas, corruptos, racistas y vendepatrias”–, México podría desestabilizarse. Y, entonces, todos los caminos llevarían a AMLO, sea por aquello de que el que suelta al tigre debe amarrarlo o, más seriamente, porque el encargado de mantener el orden y hacer que prevalezca el Estado de derecho es el presidente.
La polarización puede salirse de control y provocar que los mandantes rebasen al mandatario. A querer o no, AMLO es ahora parte del establishment, y mientras lo transforma es responsable de que nuestra convivencia sea pacífica.
López Obrador es la paradoja encarnada. Entre otras contradicciones personifica la del predicador pendenciero: pasa de la catequización al puñetazo con una enorme facilidad. Como opositor pudo evitar que la sangre de esa oscilación llegara al río, pero su papel y el ánimo colectivo han cambiado. Sus haters no ayudan a distender las cosas, ciertamente, pero la responsabilidad primordial es del jefe de Estado. Él suele aconsejar a sus correligionarios ser magnánimos en la victoria; es hora de que se dé a sí mismo el consejo, puesto que no lo atiende cuando viene de quienes escribimos con el vano afán de hacerle recapacitar y mejorar su gobierno.
El tiempo apremia. Tiene que decidir si quiere pasar a la historia como los estadistas que admira –Gandhi o Mandela, quienes desde el poder actuaron con generosidad y voluntad de reconciliación y jamás zahirieron o estigmatizaron a sus adversarios ni polarizaron a sus sociedades– o como los políticos egoístas e irresponsables que dice detestar.

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