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miércoles, 24 abril, 2024
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Elva Macías: poemas para el alhajero*

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Por: MARCO ANTONIO CAMPOS •

La Gualdra 298 / Premio Iberoamericano Ramón López Velarde

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En 2002 Elva Macías publicó su poesía reunida con el título Mirador. El título es correcto: desde la altura simbólica de una montaña o de un edificio, como un testigo innumerable, la mujer que escribe mira en todos los sitios lo que pasa en la vida y en las vidas y se mira a sí misma. Mirador reúne los siguientes libros: Círculo del sueño (1973), Imagen y semejanza (1982), Lejos de la memoria (1989) y Ciudad contra el cielo (1993). Después el FCE le publicó Imperio móvil. Mal leída o no leída, injustamente preterida o marginada, la de Elva es, no me cabe ninguna duda, una de las más bellas voces del conjunto oral de poesía mexicana de las últimas décadas.

Nacidas con una diferencia de tres años, Gloria Gervitz (1943), Elva Macías (1944) y Elsa Cross (1946) forman una notable tríada generacional femenina que no recuerdo una igual historia de la poesía mexicana. Mientras la obra de las dos primeras es breve y concentrada y da la impresión de que su obra es un solo libro con cuidadosas variaciones, la de Elsa Cross parece un río que se desborda y se ramifica múltiplemente. Asentadas en México, las tres han mirado, además de la realidad mexicana, a otras tradiciones que no son referente muy común en la poesía mexicana. Gloria profundiza su pasado familiar judío, y más precisamente ashkenazy; Elva mira en especial hacia la realidad china, sin excluir trazos japoneses y rusos, y Elsa hacia la tradición hindú. Elva vivió un año en Pekín, ha regresado brevemente un par de veces, pero por sus poemas de la impresión de haber permanecido mucho tiempo. Parte de su labor –imaginamos- podría guardarse dentro de una arquilla de marfil oriental. La levísima y exacta música de sus versos se oye como el sonido de la seda entre los dedos o el andar del insecto sobre la hierba. Lejos de esas gárrulas en las que uno debe estar abriendo continuamente la maleza para encontrar un bello árbol, un poema de Elva obliga al siguiente que a su vez ilumina el anterior. Contenidos, concentrados, los versos parecen hojas en las ramas, que, pese a su fragilidad, no podrá llevárselas la ráfaga del viento. Salvo raros instantes, Elva nunca se rebaja a la trivialidad o los juegos de palabras sin vida, tan abundantes en el siglo que nos dejó, y las flechas disparadas de su arco suelen dar en el corazón del ave. El pretexto de que nuestra tradición poética “peca de solemne” ha llevado a buen número de poetas mexicanos a no tomarse en serio, y, con sus debidas excepciones, los ha hecho caer en divertimentos que de tan ligeros se los lleva el viento o de tan procaces terminan en el lodo.

En los versos de Elva Macías todo es suave: la paz, la dulzura, la tristeza, la dicha, y aun, en su paulatina destrucción, las ciudades, el paisaje, los cuerpos… Como en López Velarde, muy de otra manera que López Velarde, asoma en sus versos la leve llama azul del deseo, los deseos ocultos, la respiración del deseo. Adán y Eva no sienten nostalgia del jardín porque el paraíso verdadero sólo es dable conocerlo cuando se ha vivido la transgresión al probarse la manzana prohibida. Leamos esta insinuante miniatura:

 

Camino hasta la huerta

y olvido que ayer

alguien limpió mi cuerpo

de insectos y de hierbas.

 

O ésta, no menos incitante, de “Ciudad prohibida”:

 

La seda púrpura del palio

bulle con el viento:

incendio del cielo en la tierra.

Y yo me esparzo como la ceniza por ti.

 

Hay una palabra que Elva Macías suele repetir a lo largo de su obra: trazo. Muchas de sus piezas líricas parecen eso, trazos, pero trazos realizados de una sola vez en punta de plata por un dibujante japonés. En sus poemas hay pasajes asiático, la presencia del sureste mexicano (ciudades mayas, pueblos, aldeas, ríos, cerros), escenas de costumbres, la recreación de cuentos de niños y de pasajes bíblicos, la cercanía y la desaparición del padre patriarcal, los recuerdos del novio antiguo que murió demasiado joven…

Si entendemos femenino en un sentido tradicional, como delicadeza y cortesía, ninguna obra de las poetas mexicanas del siglo XX me parece más femenina, en especial en sus piezas breves o brevísimas. En muchas de esas piezas líricas se atestigua cómo las cosas del mundo enmohecen, se corroen, se debilitan, caducan, desaparecen.

Hemos hablado de la doble tradición de Elva: la asiática y la mexicana, o más precisamente, del sureste mexicano. Ya en su libro Lejos de la memoria nos había entregado levedades donde la concisión no arrebataba el aliento lírico, como en “Río Tulijá”, donde las aguas ondulantes del río se confunden con la visualidad del movimiento de los colores deslumbrantes del plumaje del ave:

 

En medio de la selva

azul

verde agua

azul

arrastra un pavorreal

su cola de agua.

 

Pero quizá donde se muestre más su compromiso con Chiapas, su región natal, sea en el libro Imperio móvil. Nunca se menciona el nombre Chiapas, pero sabemos siempre, en una lectura simbólica, pero no por eso menos dolorosa y terrible, que está siempre entre o detrás de los versos. Es un libro que no se explica sin los hechos acaecidos en Chiapas desde el estallido de la rebelión zapatista el 1 de enero de 1994 en San Cristóbal de las Casas, que tenía como objetivo la reivindicación de las causas campesina e indígena y un terminante NO al Tratado del Libre Comercio de Norteamérica y a la contrarreforma agraria del ex presidente Carlos Salinas de Gortari. La rebelión estalló emblemática y a la vez calculadamente el día del inicio del TLC. En Imperio móvil se mira la llaga de Chiapas, pero también, de manera figurada, las guerras, guerrillas, rebeliones que acaecieron antes y ocurrirán después en cualquier región o país. Es un libro que se ramifica en sus contenidos en múltiples lecturas.

En la lucha cainita, nos hace ver la autora, todos resultan perdedores. El dolor que siente es por nosotros, es decir, los hermanos que se niegan entre ellos y se aniquilan mutuamente. En los versos la llaga se muestra, pero no se ahonda en ella para no acabar desangrándose. Las lágrimas se contienen a fin de que el drama no termine en melodrama.

La realidad chiapaneca o realidades semejantes se leen como ese lienzo al revés del imaginativo poema que da título también a una sección del libro: de un lado, el visible, “refleja lo que sucede a diario”; el revés, “o que realmente acontece”. Los habitantes del lugar se sienten acechados y todo es amenazante. Hábilmente la autora hace ver una guerra sin fechas, donde ocurren invasiones engañosas o batallas navales que se reanudan año con año y nadie sabe lo que conmemoran. En otra pieza lírica “Zona de desastre”, que en algo recuerda los poemas simbólicos de Borges y Herbert, una gota de tinta que cae en el mapa se convierte en un lago y luego se produce una inundación que borra casas, sembradíos, familiares, animales. Poemas como construcciones imaginarias que se parecen al sueño.

Desde el primer poema del libro, “Paso de aves”, se anuncia un libro de contenidos estremecedores. Desde el título mismo sugiere ya a lo triste de lo que pasó en esas tierras y algo de lo que ya se fue. Los ojos de las aves parecen ser los ojos de la autora que han contemplado la aniquilación de los hombres y la pérdida del reino. Las últimas cinco líneas no dejan de oprimir el corazón:

 

El crepitar de hoja tras hoja

         provee alimentos

                     sueños y amenazas

 

Y a nosotros

         ¿en qué cielo nos tocará morir?

 

En otro poema, “Invasión de alas”, las aves no vuelan, sino apenas dan pequeños saltos sobre los adoquines. Son una presencia que “oscurecen la plaza como papeles quemados”. Vigilan ominosamente desde los quicios. “La gente / resignada ante la invasión / ha empezado a buscar / sus mejores granos para alimentarlas”.

Quizá el mejor poema del libro, o quizá de la obra de Elva Macías, sea “El reino de nunca acabar”. Si queda una memoria en la región es la del fuego: una guerra prepara a otra. Los guerreros se suceden como las generaciones de las hojas. “Nuestros animales tutelares: / tapires jaguares y aves de rapiña / ensimismados en sus ritos / parecen sacerdotes”. La región se ha vuelto una alineación infinita de lápidas donde se lee en cada una un nombre distinto. Hay “en cada hombre –dice al final del poema- una muerte que vengar”.

Elva Macías Grajales nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, pero su verdadero entorno fue el de Villa de Flores, población que fundó su bisabuelo el coronel Julián Grajales. Su poesía es el regalo más delicado que nos ha dado como saludo a sus lectores en el adiós de los años.

 

 

 

* Elva Macías recibió el pasado jueves 15 de junio el Premio Iberoamericano Ramón López Velarde en la ciudad de Jerez, Zacatecas.

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_298

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