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jueves, 25 abril, 2024
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Diario de un editor

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Amanece: el alba está a punto de nacer. Y comienza la transferencia de datos: apenas faltan unos minutos para que el reloj se contenga en señalar las seis de la mañana. El tiempo se consume ante la vocación del editor que busca por cualquier medio minimizar los desaciertos cometidos. Empero, ¿la labor editorial no es acaso una práctica intelectual y técnica donde se manifiestan las virtudes y las carencias de quien funge como responsable? Desde la antigüedad se ha repetido incansablemente la encomienda de Heráclito: nadie duplica un descenso al río sencillamente porque las aguas han dejado de serlo, pero la tragedia radica en que uno no es menos cambiante que el mismo río. Ya lo decía Borges:
«Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están cargados de pasado». Los alcances posibles en la concepción de un libro son la herencia de lo que hemos sido: las medidas del formato, la textura del papel, el diseño visual, las familias tipográficas, los acabados en el encuadernado. Ahora sé que soy parte de esos bits que viajan a velocidad luz y que como un holograma obtienen una tridimensionalidad en otra parte del universo.

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El servicio postal digital tendrá una tardanza de varias horas. La carpeta que contiene los archivos encuentra su equivalente en un sistema binario que es común en la ingeniería de la informática. La compresión zip pesa —en esta ocasión se trata de un verbo donde la fuerza de la gravedad no interfiere para designar la propiedad a la que se refiere— un poco menos al gigabyte. En mis inicios como editor, este volumen de documentos era inconcebible: dos lustros no corresponden a la multiplicación exponencial de los módulos de almacenamiento que existen actualmente. Y como si se tratase de un acto de magia, esa información viaja entre la intangibilidad de la web, en un transferencia virtual que es más segura que cualquier servicio de paquetería: la estafeta no corre riesgos de retrasarse por algún accidente automovilístico, tampoco está expuesta a los fenómenos de la naturaleza (humedad y temperatura), menos se sujeta a la lógica de la inseguridad que adolece mi país. El ancho de banda de la autopista de la información es la mejor forma concebida para viajar. Mientras el traspaso de datos concluye será mejor descansar mientras la mañana avanza.

Es mediodía y recibo una llamada telefónica del departamento de pre prensa del taller de imprenta. La transferencia se completó en el servidor asignado y la descarga se efectuó de manera correcta en el ordenador del destinario. Han revisado mis archivos y todo está en su justo lugar. Ha llegado el momento de las aplicaciones de la imposición: dividen el libro en múltiplos de dieciséis páginas para que la filmación directa a placas se lleve a cabo sin demora. La prontitud de las nuevas tecnologías en el libro contemporáneo ha resuelto infinidad de contratiempos no previstos: nos separan casi quinientos años de las primigenias biblias de cuarenta y dos líneas impresas por Gutenberg en Maguncia y apenas, a través de un prisma donde se predice un futuro aún incierto, se vislumbra el culmen de las artes gráficas. Jamás en la historia de Occidente el privilegio de lo digital se había focalizado como ahora en un nuevo paradigma: el espíritu posmoderno ha generado una nueva esencia del espacio–tiempo. Desde que los tipos móviles hicieron la diferencia con respecto a los manuscritos medievales, la confección de libros nunca antes había sufrido una transformación de tales magnitudes.

Posterior a la filmación del libro, tendré que esperar pacientemente tres semanas, tal vez un poco más. Será entonces que podré sentirlo: el aroma de la tinta, la disposición del papel, la excelencia de la impresión, el minimalismo en los acabados. Mi ánimo estará inquieto hasta que la prueba del cuenta hilos me demuestre el registro perfecto en las tramas de puntos impresos —semitonos, registro de roseta y registro de color— y me haga saber el comportamiento final de la resolución en las imágenes. Es verdad que la inversión total se ve respaldada por los recursos empleados en la empresa, mas siempre queda un dejo de desasosiego: a pesar de que el diseño del libro contemporáneo se ha visto por completo manipulado por la inserción de la tecnología digital, la reproducción de éste continúa en una línea de ensamblaje netamente mecánica. Los alcances del offset digital han significado una novedosa variante para la proliferación de impresos; sin embargo, esta versión reciente de prensas sigue a la zaga con respecto a las estaciones de metal que sugieren la herencia de la tradición cuyos bosquejos acaecieron hace tantos años en los márgenes del Rin.

A la sazón de un caminar intenso en las artes gráficas, que vocacionalmente ha durado más de una década como un ejercicio diario, ahora doy el primer paso hacia un viaje de cierta incertidumbre: sé cómo inicia pero desconozco completamente su final. Este libro dejará constancia de mi trayectoria como editor: ignoro el grado de importancia en que ésta lo fue, solamente soy consciente de los aprendizajes que adquirí y de la gente de gran valía que tuve la fortuna de conocer. Con seguridad será un colofón que generará algo de escozor en algunas mentes que desmerecen la labor intelectual del editor, pero eso ya no importa. ■

Correo: [email protected]

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