El 2022 se está despidiendo. Su complejidad no ha dejado de aparecer, aún tratándose de estas fechas, en los que la agenda suele abandonar protagonismos y dar espacio a la reflexión. Lo anterior nos orilla a mantener la atención puesta en la noticia, sin embargo, suponiendo y deseando que la carga laboral se aminore y dé tiempo para que la mente divague, le propongo a quién esto lee, dos textos para estos días. Al referirme a estos tiempos, me refiero al calendario y al contexto, como he pretendido aclararlo antes. En el primer caso, si el espacio para la reflexión cabe, reitero de nueva cuenta la recomendación que realicé la semana pasada de Anatomía de un instante, de Javier Cercas, y de nueva cuenta, para concebir el perfil de servicio público, de persona pública, de política o político que requiere hoy nuestra vida pública, quizá como nunca antes. La improvisación ha mostrado sus debilidades y perjuicios. La profesión de la política, como arte, como pasión, como labor, debe recuperar su lugar en los espacios del poder, sin que ello implique la exclusión, antes bien, la apertura en la clara identificación de lo que corresponde a cada quien, según su rol y su función en la sociedad.
Para ser concreto, no encuentro mejor alternativa que referirme con inmediatez a las ideas que me condujeron a estos renglones: en el ya citado Anatomía de un instante, Cercas, intentando descifrar a Adolfo Suárez, intenta dar con la descripción de lo que él llama un político puro y para ello recurre a Ortega y Gasset, para quien, un político “no es un hombre éticamente irreprochable, ni tiene por qué serlo” pues “considera insuficiente o mezquino juzgar éticamente al político: hay que juzgarlo políticamente”, En las virtudes que Cercas, rescata del retrato hecho por Ortega, se encuentran “la inteligencia natural, el coraje, la serenidad, la garra, la astucia, la resistencia, la sanidad de los instintos, la capacidad de conciliar lo inconciliable”. Entre los defectos: la impulsividad, la inquietud constante, la falta de escrúpulos y, por tanto, el talento para el engaño, la vulgaridad o la ausencia de refinamiento en sus ideas y sus gustos, lo que a su vez se refleja en una ausencia de “vida interior” lo que le da habilidad camaleónica. Para Cercas, lo que distingue al político del intelectual o el ideólogo es que su entusiasmo ha pasado del conocimiento a la acción, y la “primera virtud de su oficio: la intuición histórica”. Para darle sentido y elementos a este último concepto, Cercas recurre al filósofo del liberalismo, Isaiah Berlin, situando esa “intuición histórica” en un “sentido de la realidad, un don transitorio, que no se aprende en las universidades ni en los libros (…)”. En cualquier caso, la ambición no es ni virtud ni defecto: es premisa.
Esta ambición no implica la vulgaridad que se detecta a cada paso en nuestra actual clase política, sino una ambición que va necesaria e inherentemente ligada al punto culminante de la descripción que Cercas extrae de las letras de Ortega y Gasset: que es la intuición histórica. Solo así se explica el perfil de un estadista, sin romanticismos, pero con un lugar imborrable en la histórica, como lo fue Adolfo Suárez. No se trata de un héroe, ni de un personaje de novela, sino de un hombre cuya ambición por darse un nombre y renombre en la actividad que eligió para pasar a la historia, lo llevó al poder y en él, ejercerlo con una convicción maquiavélica en el mejor de los sentidos del término: el poder como elemento indispensable del Estado, sus objetivos y fines, que no pueden distanciarse del bien común, salvo riesgo de colapsar más temprano que tarde. La corrupción no cabe, la ambición material, dinamita la ambición de poder. La causa es consecuencia: el poder para ejercerse, con responsabilidad, visión, estatura, valor, convicción y pasión, da como resultado, prestigio, poder histórico, más poder.
La próxima semana un ejemplo en el contexto de la discusión que ha suscitado la reforma electoral: José Luis Lamadrid Sauza.
@CarlosETorres_
