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viernes, 20 junio, 2025
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La posada de Maximiliano y Carlota: Una parábola disfrazada de historia

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Por: La Gualdra •

La Gualdra 673 / Historia

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Por Gustavo Vázquez-Lozano

En diciembre de 1926, El Universal Ilustrado publicó la crónica de una posada organizada por Maximiliano y la emperatriz Carlota en el Palacio Nacional en 1865. Casi un siglo después, El Universal rescató la reseña en un artículo titulado “Así fue la posada de Carlota y Maximiliano”. El texto, sin autoría clara, pero con referencias vagas al historiador Luis González Obregón, rescata una escena digna de un novelón: en diciembre de 1865 Carlota recibió un costoso regalo del Vaticano: la figura de un niño Dios tallada en un colmillo de elefante. Al verlo, la emperatriz “saltaba de gozo”. “Lo primero que dispuso”, nos dice el texto original de 1926, “fue celebrar las posadas de ese año con la presencia de la imagen”. La invitación exigía etiqueta estricta: “Los hombres debían ir con gran uniforme, las mujeres con vestido escotado y alhajas”. 

Llegado el gran día, una banda de Bélgica tocaba villancicos en la entrada del Palacio, al interior sonaba la orquesta imperial y las luces de cientos de lámparas en el jardín iluminaban la velada. Según la crónica, Carlota iba “en la procesión, entre una luminosa valla de señoras, señoritas y caballeros, que se había formado para hacerle honor”. Maximiliano observaba a distancia, acompañado del cuerpo diplomático. 

Todo iba bien hasta que, en medio de aquel “jardín encantado”, se escuchó un grito anónimo: “¡Viva la República!”. El hechizo se rompió. Silencio. Nerviosismo. Y como si alguien hubiera dado una orden, los asistentes se dispersaron, se apagaron las luces, se acabó la fiesta.

Es una gran escena, tiene drama, contraste. También es completamente falsa.

Historia o parábola
La narración tiene más de parábola nacionalista que de crónica documentada. Su estructura sigue un modelo clásico de irrupción del conflicto en un espacio de aparente armonía o poder, un recurso frecuente en la literatura, como el banquete de Baltasar en la Biblia, o algunas novelas de la Revolución Francesa, donde, en medio del baile, un grito se convierte en símbolo del derrumbe del régimen. Es la irrupción del caos en el orden aparente. 

Lo curioso es cómo este tipo de relatos siguen circulando como si fuera historia, cuando en realidad son pequeñas fábulas con moraleja patriótica: Carlota y Maximiliano, cegados por su frivolidad, se enfrentan al espíritu incorruptible del pueblo republicano, al espectro de Juárez, cuya sola voz —invisible, anónima— basta para desmantelar la ilusión del poder.

 

Las grietas del relato
El texto tiene varias señales de ficción. Algunas son estilísticas: Carlota “saltaba de gozo” como una niña; el jardín se describe como “encantado”; las damas son “luminosas”. Otras son más objetivas. Ahí es donde las cosas empiezan a caerse.

La crónica menciona por ejemplo que la luna brillaba esplendorosamente sobre la Ciudad de México, justo cuando los invitados empezaron a llegar “a eso de las nueve”. Aquí es donde entra la ciencia —y no hace falta ser astrónomo para usarla. Existen bases de datos públicas que permiten saber en qué fase estaba la luna en cualquier fecha del pasado. Una búsqueda rápida nos dice que el 18 de diciembre de 1865, la luna estaba en fase nueva, con luminosidad de apenas 0.3%. Es decir, esa noche no brillaba; acaso como una pequeñísima uña en los dos días contiguos. Además, la luna nueva se habría ocultado alrededor de las siete, casi junto con el sol, como sucede en diciembre. No pudo haber luna “resplandeciendo sobre la capital” el día de la posada. “A eso de las nueve” ya no tendría por qué estar en el cielo.

Tampoco pudo haber saltado de contento Carlota cuando vio el regalo del Papa, ni entrar al Palacio Nacional rodeada de “damas luminosas”. De acuerdo a la correspondencia íntima de la pareja publicada en 2000 por el investigador Konrad Ratz, en diciembre de 1865 la emperatriz se hallaba muy lejos de Palacio Nacional, en Yucatán, en un viaje político. En sus cartas a Maximiliano se muestra activa, le cuenta que se ha reunido con diversas personalidades, y está sorprendida por la feroz adhesión de los mayas al imperio. Maximiliano, por su parte, le escribe desde México que ha estado abrumado de trabajo, que su único contacto con el pueblo ha sido una reunión con unos indios el 12 de diciembre. Sólo el día de Navidad Maximiliano se da un respiro por la tarde: en la carta fechada el 25 de diciembre le escribe a su esposa que bajó un rato al “parque” de Chapultepec montado en burro. Ninguno de los dos menciona posadas, ni bailes, orquestas o regalos del Vaticano. Sólo un paseo en burro.

Así que no, no hubo villancicos belgas; no hubo orquesta, no hubo obsequio del Papa ni un grito de “Viva la República” brotado del pueblo ahuyentando a la aristocracia. Es un cuento. Es una invención literaria, una parábola. El propósito es presentar a unos emperadores vanos, ahogados en lujos, apoyados por la Iglesia, mientras el pueblo resiste.

 

Historia oficial con corazón de novela
El caso del texto de El Universal Ilustrado es más que una anécdota: muestra cómo muchas veces la historia popular —la que llega al público— se construye con los mismos recursos de la novela. No es que la historia profesional y la novela histórica sean lo mismo, pero a veces se parecen más de lo que estamos dispuestos a admitir.

Una novela necesita personajes con motivaciones, emociones, conflictos internos. Necesita atmósfera, climas, diálogos. Muchos divulgadores también escriben así, aunque no lo reconozcan. Con frecuencia describen lo que anhelaba un presidente, la indignación que “sintió” un revolucionario, el “apoyo incondicional” de una ciudad ante un insurgente.

Cuando un cronista escribe que un personaje “brincó de alegría”, ya está en terreno literario. Cuando pone la luna fulgurando sobre una escena, está tomando decisiones narrativas, no documentales. El problema no es usar esos recursos, sino no reconocerlos. Y sí, tal vez la Historia con mayúscula debería resistirse a la tentación de contarse como fábula, con buenos y malos, con fiestas decadentes y voces purificadoras. Pero somos narradores por naturaleza. Nos gusta que haya un clímax, redención, castigo al tirano. Quizá por eso circulan tantas historias así: porque más que hechos, son guiones, dramas listos para el escenario de la historia oficial. 

¿Y qué mejor que una María Antonieta mexicana ante la inminente venganza de la señora República? 

 

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