De siempre, a Andrés Manuel López Obrador se le reclama el mayor de los pecados marxistas, su religiosidad.
A la terca pregunta de qué religión profesa, López Obrador suele responder genéricamente que se considera cristiano. Tan ambigua respuesta provoca especulaciones.
Es sabido que cuando su primer esposa, Rocío Beltrán, fue desahuciada por la enfermedad crónica que padecía, compartía con ellos momentos de oración de los que se tienen pocos detalles, porque nunca fueron explotados política o mediáticamente.
Es evidente también que, quién sabe si empujado por esa religiosidad o por una ética laica, López Obrador no es precisamente la vanguardia progresista en temas polémicos como los derechos por la diversidad sexual, por ejemplo. No obstante, ha sabido sortear esos temas con cierta diplomacia, y escuchar a quienes saben de ello; de tal suerte que en Morena, en cada comité estatal hay una secretaría de diversidad sexual que a nivel nacional encabeza Jaime López Vela, el activista más reconocido en el asunto.
El tema vuelve al centro de atención, porque Andrés Manuel se hizo presente en la audiencia pública que cada miércoles da Jorge Bergoglio.
Como es costumbre, al final de la ceremonia religiosa el pontífice se acercó al público, y pasó por donde estaba López Obrador, quien aprovechó la ocasión para entregarle una medalla de Fray Bartolomé de las Casas, defensor de los indios durante la dominación española, y una carta.
En el texto, dado a conocer por López obrador en sus redes sociales, le manifiesta su reconocimiento como representante de la iglesia católica y como un Papa misionero.
No desaprovechó la oportunidad de reclamar el comportamiento de otros pontífices, recalcando que cometían errores por ser humanos; una forma sutil de marcar distancia con el trato de “Su santidad” que usa con frecuencia la prensa y clase política mexicana para referirse al jefe del Estado Vaticano, y al mismo tiempo, confesándose escéptico del dogma de la infalibilidad papal.
En la misiva le expresa también su beneplácito por la visita que el Papa Francisco realizará a México el próximo año.
Finalmente le comenta que trabaja “para lograr una transformación que permita eliminar la corrupción política, que ha sido la causa principal de la desigualdad, de la pobreza y de la violencia que padecemos en México”. Reitera que lo hace por la vía pacífica y electoral, convenciendo incluso a los más adinerados de que por el bien de todos, primero los pobres. Se despide reiterándole su respeto y reconocimiento.
El hecho causó sorpresa. Intrigó cómo se había gestado el encuentro. López Obrador lo presentó como algo casi casual, es decir como el resultado de haberse colocado, como cualquier simple mortal, en el área por la que Bergoglio saluda a la gente cada miércoles. Otros, como Roberto Antonio Velázquez Nieto, entrevistado en la Revista Proceso como experto en asuntos religiosos, es de suponerse que López Obrador estuvo en la Basílica de San Pedro como invitado especial, con algún pase entregado por personal del Vaticano.
La hipótesis se antoja muy probable a juzgar por los gestos políticos de Bergoglio y por su forma de tejer fino, como fue evidente en su labor en el histórico deshielo de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba.
Además de la visita al Vaticano, Andrés Manuel López Obrador impartió exitosamente una conferencia en la Casa de América Latina en París, con el título “La lucha por el renacimiento de México”.
En los análisis más superficiales del tema, el cuestionamiento ha sido de dónde sacó los recursos, asunto ya respondido reiteradamente cuando se pregunta de qué vive López Obrador, quien últimamente responde juguetón que le pregunten al aparato de inteligencia del Estado, además de reiterar que de las regalías de sus libros, a lo que se suma las prerrogativas que recibe Morena una vez constituido como partido político.
En otros análisis, se ve en este saludo de López Obrador, la renuncia al juarismo que tanto ha pregonado. Es fácil inferir que para llegar a esa conclusión poca atención se ha puesto en los términos de la carta entregada a Bergoglio, y en lo simbólico que resulta que la fotografía sea un saludo y no una comunión o la presencia en misa, o peor, el arrodillamiento con beso al anillo papal que Vicente Fox hizo con Juan Pablo II. Ya ni hablar del “bendito el que viene en nombre del señor” en pendones que el gobierno actual pagó con nuestros impuestos para recibir a Sigifredo Noriega.
Más allá de esto, es evidente que algo en la estrategia lopezobradorista ha cambiado, y que se tomó conciencia de la necesidad de combatir la idea del peligro para México y del riesgo del populismo, difundidos hasta en Naciones Unidas.
Parece que López Obrador entiende aquel chiste de Mafalda en el que la pequeña se niega a obedecer a su madre argumentando que ella era la presidenta. A lo que su progenitora responde que si a esas van, ella es entonces el Banco Mundial, El Fondo Monetario Internacional, o algún organismo internacional de esos que a veces tienen más poder que los jefes de Estado. ■