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jueves, 28 marzo, 2024
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Subjetivaciones rockeras / Consideraciones agustinianas sobre la música (Primera parte)

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Por: FEDERICO PRIAPO CHEW ARAIZA •

Quien piense que la música es un asunto superfluo, o que sirve únicamente para entretener, está profundamente equivocado. Esta manifestación y su naturaleza han ocupado la atención de muchos de los más importantes pensadores a lo largo de la historia de la humanidad, quienes la han abordado desde sus muy particulares puntos de vista. Así, ya en textos antiguos, como en los Diálogos de Platón, encontramos diversas reflexiones sobre esta expresión artística y su influencia en las personas. Más delante, durante el Helenismo y la Edad Media, siguió convocando a la reflexión a muchos otros; uno de esos filósofos fue Agustín de Hipona, para quien la música debía cumplir con un propósito bastante claro.

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El autor de La Ciudad de Dios tiene incluso un tratado titulado De la Música, compuesto por seis libros, de los cuales el sexto estuvo dedicado, más que al estudio de su naturaleza o de sus cualidades científicas (recordemos que la música era una de las artes liberales pertenecientes al Quadrivium), al propósito hacia el que debe tender y a su carácter epistemológico. Sí, aunque a estas alturas pudiera parecernos un tanto sorprendente, Agustín creía que la música, en su más alta expresión, poseía un telos y podía ayudarnos a conocer, o al menos a darnos una idea, sobre naturalezas superiores a la humana.

Para Agustín, los diferentes tipos de música (y en especial uno) brindan noción de las cualidades y virtudes que debe poseer un alma, y también sobre los malos hábitos o vicios de los que procurará mantenerse alejada. De la misma manera, el filósofo explica, en concordancia con su postura filosófica, cómo la música que más plenamente se puede disfrutar es, como se menciona renglones arriba, una especie de eco de otras músicas superiores. Agustín tampoco deja de lado, durante el texto aludido, el carácter introspectivo y sicológico que le caracterizó en buena parte de sus obras, aunque en este caso, reflexionando en torno a la música.

Al inicio del texto, Agustín plantea una pregunta que a su vez encierra otros problemas, y que desarrollará a lo largo de la obra; dicha cuestión, que sigue representando un interesante problema estético, es: ¿Dónde se encuentra la música, en el sonido emitido, en quien lo emite, en el oído o en la memoria? En seguida, el filósofo habla de lo efímero de la naturaleza de la música sonora, al reconocer que su presencia es “semejante a la huella impresa en el agua, que ni puede formarse antes de que le hayas introducido el cuerpo ni permanece cuando lo has retirado”[1].

Agustín siempre concedió a la memoria un lugar importante, ya que ésta era como una especie de puente comunicador entre lo que perciben nuestros sentidos y el alma, poseedora de una naturaleza divina. Así pues, para el autor de las Confesiones, los ritmos, independientemente de que se den en el sonido, dependen de la memoria, ya que incluso ésta los puede reproducir tal cual en el pensamiento. Eso significa que se ubican en alguna cierta actividad del espíritu, lo que nos lleva a suponer que la música puede existir sin el sonido, al menos sin la sonoridad sensible que la mayoría de nosotros conocemos. No obstante, para que la música exista en la memoria, siempre será necesario que se haya dado un antecedente sonoro, que se haya producido, por decirlo de alguna manera, físicamente y que haya sido captado sensorialmente. Sin embargo, vale mencionar que Agustín advierte que, en lo que se refiere a los ritmos que resguarda la memoria, estos tienden a desaparecen progresivamente a causa del olvido, de hecho, desde el momento en el que quedan en la memoria, comienzan a arruinarse.

En el libro citado, Agustín también ofrece una explicación del proceso a través del cual se da el fenómeno estético, por el que nos es posible captar, sentir y disfrutar la música; argumenta que cuando los ritmos se ejecutan, el cuerpo los capta por medio de los sentidos, y de esta manera dejan su impresión en el alma; o sea que el impacto de realidad física de los efectos sonoros sobre la sensibilidad corporal provoca que el alma -que pese a ser superior al cuerpo, siempre está atenta a la acción y a las pasiones corporales-, preste especial atención a dichas sensaciones, produciendo para sí algunas armonías. Así pues, aunque Agustín considera que son importantes los ritmos físicos, lo son más los de la memoria, ya que son más libres. A los ritmos (o números) los clasificó jerárquicamente.

Primero se producen los “números proferidos”, que dan lugar a los “números sonoros”, mismos que al ser escuchados por los sentidos, se transforman en “números entendidos”, que posteriormente pasan a ser “números recordables o de la memoria”, remitiendo a los “números del juicio o razonables”. Pero no es todo, en mi siguiente participación continuaré comentando lo que Agustín comparte en el Libro VI de su tratado De la Música.

 

[1] Agustín, San, De la Música Libro VI, versión digital. Traducción: Alfonso Ortega, v. pp. 3 y 4.

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