La Gualdra 638 / Dossier / Truman Capote 100 Años
Evan siempre hablaba de estar escribiendo una novela con la que revolucionaría al mundo. Pero nunca me mostraba nada. La tenía guardada junto al escritorio en un baúl del tamaño de un féretro, al que a veces golpeaba con el pie como si dentro de él hubiera escondido a un monstruo.
―Si me muero antes que tú, saca mi obra y méteme ahí.
― ¿Y qué se supone que haga después? ―le dije.
―Publícala. No quiero ser yo el que lo diga, pero será una obra maestra. Me hará inmortal.
Le di un golpe ligero en el hombro, y él se quejó como si yo tratara de matarlo.
―No, idiota, me refería a tu cuerpo. Tu obra la puedo arrojar por la ventana. Tan solo tengo que estirarme.
―¿Y mi cuerpo qué importa? ―me dijo―. No preguntes estupideces. No te atrevas a deshacerte de mi obra. De tanto boxear ya te dañaron el cerebro. ¿A quién va a importarle mi cuerpo sin vida?
A mí me importa, quise decirle, pero no tenía intenciones de alimentar esa clase de conversación.
Una noche, sin embargo, fue distinta. Me llamó por teléfono para decirme que al fin me mostraría en qué había estado trabajando. Supe que estaba por pedirme algo incómodo.
―Sabes que hace mucho tiempo que trabajo en mi novela ―me dijo.
Se había sentado junto a su escritorio, dándole la espalda al baúl. Desde el fondo hasta la tapa estaba lleno de hojas con texto escrito a mano. Aquello debía servirle para hacer muchas novelas y no sólo una. Sabía que mi amigo se enterraba en su trabajo, pero no imaginé que este último ocupara el mismo espacio que su cuerpo. Que para enterrarlo junto a su novela necesitaría dos ataúdes.
―Sí ―fue todo lo que le pude decir. Estaba distraído mirando un cuchillo sobre el escritorio.
―¿Te conté alguna vez que ni una sola de esas páginas tiene escrita una mentira?
Él ya me había dicho sobre la azotea de su casa, una noche como ésa, bebiendo y mirando el cielo al que jamás nos uniríamos, que la literatura sólo contiene verdad, incluso si para llegar a la verdad es necesario mentir.
Nunca dijo nada más. Yo tampoco me interesé lo suficiente. Cuando lo veía irse de casa temprano y me pedía que me fuera, o cuando volvía tarde a nuestros encuentros, siempre me decía que había estado ocupado con su novio o entrevistando a alguien, así que imaginé que su libro sería una historia romántica.
―¿Me ayudarías a terminarla? ―me preguntó.
No supe por qué, pero le dije que sí. Él nunca me pedía ayuda, ¿cómo podía decirme su amigo y no hacer por él lo que necesitaba?
Evan, sonriendo, se puso de pie para hacerse a un lado y me invitó a acercarme, para ver el baúl de cerca. Yo no supe si podía leer alguna de las páginas, pero él me insistió que sí con su gesto.
―Adelante, con confianza. No te limites. Son todas tuyas. Ahora también es tu historia.
No quise detenerme a pensar en lo que me estaba diciendo. Leí como pude. En las entrevistas hablaban de un crimen, de dos hombres condenados: uno de los criminales tenía un nombre que me resultaba familiar.
―¿Tu novio no se llama así? ―le pregunté.
―Ése del que hablan en las entrevistas es mi novio.
Solté las hojas y me quedé observando a mi amigo por más tiempo del que me di cuenta.
―Escúchame bien, porque no tengo mucho tiempo ―me dijo. Me aparté del baúl y me senté en una silla, tratando de hacer distancia entre nosotros―. Mi novela llegó a un punto muerto. Ya no puedo seguir avanzando. Necesito que pase una de dos cosas. Una de ellas, verás, es que necesito que mi novio muera.
Ni la más mínima inflexión en su voz, con la que antes me había dicho tantas veces que lo amaba.
―Es el único fin posible para mi historia ―me dijo―. No importa qué partes de ese baúl decida vaciar, qué entrevistas use, cómo cuente la historia. Sólo ese desenlace es satisfactorio. Aunque hay otro, quizá un poco menos satisfactorio, pero igual de dramático y necesario. Tú puedes ayudarme con ése.
Evan tomó el cuchillo de su escritorio, lo apuntó hacia su pecho y se sentó sobre mis piernas.
―Necesito que lo hagas. No puede ser de otra forma. Ya escribí ambos finales, pero sólo uno está en mis manos. ¿Entiendes eso? No estoy dispuesto a matarlo, pero yo sé que tú podrías matarme. ¿No dijiste un día que se te había pasado la mano con un hombre, mientras practicaban en el cuadrilátero? Confío más en tus manos que en las mías.
―¿Matarte?
Me puse de pie tan violentamente que Evan cayó al suelo. El cuchillo alcanzó a herirle una de sus manos; y con su sangre, aunque poca, comenzó a manchar las páginas.
Quise ofrecerle mi mano para que se pusiera de pie, pero él la rechazó y lo hizo por su cuenta.
―Hace mucho calor aquí, ¿no? ―abrió la ventana junto a su escritorio, y luego volvió hasta donde estábamos―. No te preocupes por la sangre. El final está a salvo. ¿Podrías hacer eso por mí? En una hoja te dejé las instrucciones de qué hacer luego de mi muerte. Una lista de editoriales a las que debes enviar mi manuscrito.
Evan caminó hasta mí con el cuchillo puesto directamente junto a su garganta con una mano, mientras con la otra buscaba mi propia mano para que yo lo relevara.
―Soy tu amigo ―le dije una y otra vez.
Él me empujó, furioso.
―¿Cómo puedes hacerte llamar mi amigo, si huyes de mí cuando más te necesito? Lo tendré que hacer yo mismo, entonces, aunque vayas a ser tú quien se lleve el crédito. Yo, a diferencia de ti, soy un buen amigo, y te regalaré la inmortalidad. Nadie olvidará tu nombre.
Comencé a golpearlo para que entrara en razón y luego seguí golpeando porque no quería que se pusiera de pie, porque él seguía hablando de inmortalidad y de muerte como si cualquiera de las dos estuviera realmente en nuestras manos, y no en el destino. Yo lo quería.
Pero también quería que se callara de una maldita vez.
Cuando me di cuenta, Evan estaba seriamente lastimado en el suelo. El baúl estaba tumbado de lado y las hojas volaban por la ventana.
―Evan, perdóname ―atiné a decirle, con la voz cortada―. Se supone que soy tu amigo. Perdóname.
Bajé los brazos. Ya no quería volver a usarlos jamás.
―Está bien ―me dijo. No supe si sonreía, porque su rostro ya no parecía un rostro―. Tú eres bueno en lo que haces y yo soy bueno en lo mío. Ya transcribí todo en mi computadora. Sólo te pido que, antes de enviar mi manuscrito, cambies “cuchillo” por “golpes” en el final, si eres tan amable.
No podía creer que insistiera. Estaba a punto de golpearlo otra vez, cuando sonó el teléfono.
Evan se apresuró a contestar.
―¿Ajá? Sí, soy yo. ¿De verdad? Claro. Lo entiendo. Sí. Muchas gracias.
Dio un largo suspiro y alzó su mano en mi dirección con la poca fuerza que tenía. Era una señal de tregua.
―Me avisaron que mi novio está muerto. Ya no necesito que me mates. ¿No es un alivio?
Requirió toda mi voluntad no golpearlo una última vez, con todas mis fuerzas.
Cuando mi respiración se volvió más audible que su voz, Evan me dijo:
―¿Puedes ayudarme a ponerme de pie? Ya sé que estás molesto, pero me duele todo. Alguien trató de matarme.
Evan estaba riéndose, como si hubiera dicho un chiste. Como si todo lo que hubiera pasado fuera mentira. Tenía su mano aún en el aire, esperando por mí.
―Supongo que no tendrás que vaciar mi baúl ―me dijo, tratando de ponerse de pie, inútilmente. Escupía sangre.
Él era mi amigo, pero supe que él añadiría esto a su novela.
No podía ser de otra manera.
Daniel Centeno. Originario de los Mochis, Sinaloa (1991). Autor de Los robots contarán nuestras historias (Ocelote, 2024), Rara vez elegimos morir (2024) y No hablaremos de muerte a los fantasmas (Casa Futura, 2021). Ha sido nombrado ganador del XXXV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción con el cuento “Noturo”. Tiene una mención honorífica en el XVI Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola. Becario FONCA en 2017-2018 y 2020-2021 y del PECDA JALISCO 2020-2021 en la categoría de cuento.