Está resultando muy fastidioso leer a diario en primeras planas, por ejemplo, que a un secretario de Estado le extrajeron la muela del juicio, y oír hablar de política electorera y futurista todo el santo día en una televisión domesticada por regla, como si todo lo demás no existiera o fuera secundario.
Todo lo que es de más según eso: religión, filosofía, ciencia, duelo y angustia de tantos, cultura que se desangra con la muerte del narrador de cuentos Pitor Chi, derecho que se niega a migrantes pobres en muchos países con tufo racista, salud pública colapsada, mundo en sus variadas manifestaciones como los versos de López Velarde, el Grito de Munch, el teatro de Ibsen, la música de Moncayo o el genio de Juan Rulfo y su Susana San Juan, «un trasunto del cielo».
La política de estos tiempos, es, hablando en plata, insulsa, inepta (semáforo verde cuando viene el tren a toda velocidad), huérfana de brillo, de grandeza, de nervio vital, de generosidad. Aplasta lo mejor, lo social, en lugar de encumbrarlo, violando tal política su finalidad natural con sistemas educativos que atrofian las mentes en lugar de formarlas para pensar, que hoy resulta superfluo como lo evidencia la sátira fílmica, «No miren arriba», la divisa de buena parte del mundo hoy en día.
Solamente la farándula y ciertos deportes mercantilizados compiten un poco con la notoriedad de la política. Hay vasos comunicantes entre tales fenómenos: puro espectáculo, solo «animal contentamiento» de sujetos que viven en un lugar evocado por Platón en su República, al que llama de una manera que no transcribo por cortesía.
Insisto, de ser conducta trascendente, seria, vibrante, poblada de responsabilidades y deberes, la política ha pasado a ser, como norma, show, ficción, botín, retórica irrespirable. Por eso, resulta muy sano para el espíritu, salir a buscar el aire fresco que traen poetas y poesía. Encontré a uno grande entre ellos, Elías Nandino.
En estas vacaciones navideñas, hurgando en mi librero, di con una vieja edición del libro de Nandino, «Nocturna Palabra». Me sorprendió ver que estaba dedicado a mi padre, cardiólogo y poeta, por Nandino, con su letra pequeña y clara: «para el Dr. Mauro González Luna con mi agradecimiento y mi sincera amistad, Elías Nandino 1981 Guadalajara, Jal (sin el punto y aparte). Hasta ahora, después de años de la partida de mi padre, el de «Vientos del alma», sé de esa amistad que fue. Me halagó mucho saberlo, lo confieso con sano orgullo.
Me parieron dijo Nandino, en «la primavera del primer año del siglo», en 1900, siendo testigo Cocula, Jalisco, lugar que se mueve ondulante en lo alto. Vivió plenamente su juventud y madurez, y luego, replantado en su tierra para construir su paz, la muerte le salió al encuentro en Guadalajara, a los 93 años. Su vida: un romance entre la medicina y la poesía, entre «el amor y el misterio, el dolor y la muerte». Cirujano de profesión, poeta de vocación; dijo una vez, «me siento más poeta que médico», pero, no obstante, no renunció a las otras incisiones del bisturí que cura cuerpos, vidas humanas.
Hombre generoso que no hizo de la poesía ocasión de cargos públicos ni de embajadas. Fustigó con palabra franca, a algunos de sus contemporáneos porque se rindieron a la retórica vacía, y a veces, al egoísmo.
Su poesía, «don del viento», percibió las palpitaciones, la diástole y la sístole del corazón, la hondura, soledad y sufrimiento y alegría de la vida.
Xavier Villaurrutia enseñó autocrítica a su amigo Elías Nandino. Y éste a Villaurrutia, «a ser humano, a palpar la verdadera muerte». La amistad entre ellos, poesía pura en pugilato constante, en palabras aproximadas del de «Nocturna Suma», que comienza y termina así:
«Deletreo el espacio y no comprendo/ esas gotas de luz en plena noche/ que tiemblan, que se ensanchan, que se encogen,/ y expresan desde el cielo/ las frases de su pulso luminoso.
Las cuento, muchas veces, muchas veces…./ Y si gozo al contar, es porque siento/ que capto más y más, al Creador/ cuando sumo y me sumo en sus estrellas…..».
Y en contraste con estos tiempos de un siglo que no escrutó el poeta, en que se anonada la naturaleza complementaria y fecunda del ser humano, varón y mujer, y se idolatran excrecencias ideológicas que deforman la esencia de las cosas, Nandido dejó un testamento para el «hombre universal» que salva la especie, en «Nocturno Ciego»:
«Pensar en Dios, querer desentrañarlo/ tocar el aire y descubrir el pulso/ del invisible arropo de su fuerza…
Gozar de fe, con místico arrebato/ para seguir con ansiedad creyente/ los rasgos gigantescos de su rostro…
Si asomara el desquicio o que sintamos/ las cimbraciones de un mental derrumbe/ exacerbar la íntima certeza/ de que alguna razón tuvo el misterio/ el orbe insomne, la energía suprema/ o la pasión del universo en llamas/ para crear sobre la tierra al hombre».
La poesía de Nandino: viento de fronda, alentadora, profunda, reivindicadora de la grandeza humana hecha a imagen de la divina, tan ausente hoy en la vida de tenderos de mente y riqueza filisteas; en la enana política; en tiempos oscuros de naciones indiferentes al dolor ajeno, a la concentración escandalosa de riqueza en unos cuantos y a la realidad que estruja; en la ideología del deseo altanero que pretende alterar el orden natural y monopolizar la palabra, y que tarde o temprano se derrumbará como todo lo falso, como toda Sodoma.
Elías Nandido hace brotar la esperanza en un renacimiento, en un despertar heroico que reencuentre las hondas raíces humanas, nutridas de ser, afecto, bien, verdad y poesía; que rehabilite a la persona humana, «no desconocida ni aniquilada ante Dios como la de tiempos pasados, no contra o sin Dios como la del presente, sino en Dios como la esperada», para iniciar una era de verdaderas luces, de un humanismo trascendente que alegre y justifique al mundo todo: utopía realizable de haber fe, anhelo, inteligencia y voluntad.
Dedico este texto tan sentido, a la memoria bendita de mi padre, mi madre, mi hermana Lis, del poeta paisano de mis mayores, Elías Nandino, en modesto homenaje. J. Mauro González-Luna Mendoza.