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viernes, 26 abril, 2024
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El sutil encanto de la monarquía

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Por: LUCÍA MEDINA SUÁREZ DEL REAL •

Es una especie de gusto culposo hasta en los más republicanos. 

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Las historias y noticias de la realeza son una mezcla de conocimiento, de cultura general, política, economía e historia universal, que resulta apetecible casi para cualquiera por estar bien aderezado de chisme rosas, morbo y entretenimiento. 

Este espacio se declara culpable. La muerte de la Reina Isabel resultó ganadora en el concurso mental que cada semana determina el tema de estas líneas, a pesar de tener como competencia la visita del presidente López Obrador a Zacatecas, su lapidaria crítica al exgobernador por su abstención sobre la Guardia Nacional en el Senado, o el primer informe de gobierno de David Monreal.

A pesar de la cercanía, y de la importancia política de los acontecimientos locales y nacionales, la muerte de la Reina Isabel acaparó espacios noticiosos en cualquier lugar, en parte por su importancia histórica, por haber sido un personaje fundamental para el siglo XX, y por haber sido máxima soberana (aunque en la mayoría de forma simbólica) de más de 50 países donde habitan un tercio de la población mundial.

No se exagera si se piensa que su reinado influyó al mundo entero, porque, entre otras cosas, fue a Isabel II quien le tocó digerir la disminución del poderío de su imperio con la pérdida de territorios como la India. Además, lidió con quince primeros ministros entre los que estuvieron personajes tan claros en la historia como Winston Churchill y Margaret Tatcher. 

Pero nos engañaríamos si analizáramos el interés que suscita la realeza partiendo de que éste se basa en curiosidad histórica. La verdad es que estos círculos también son perseguidos, asediados y adorados por mentalidades como las de la conductora Martha Debayle, que al aire narró su tristeza por el fallecimiento de la monarca a quien la hija de la nicaragüense, según ella misma contó, llamaba (a la distancia, y sin conocerla, por supuesto) “abuela”. 

Para un amplio público, la vida de aquellos de “sangre azul” es motivo de envidia por los lujos a costa de los otros, el dinero prácticamente ilimitado, y la fama que en ocasiones es la antesala del poder. 

En resumen, muchos los ven rodeados de oro, aunque éstos sólo sean el material del que están hechos los barrotes de la cárcel que habitan y llevan consigo a donde quiera que van. 

Para otros, quizá de forma inconsciente, seguir el rastro de sus dramas a través de las revistas y la televisión, es una afición que brinda consuelo porque detrás de las joyas y el ornato, están las tragedias, los desamores, los problemas familiares y existenciales que aquejan a cualquier simple mortal, agravados con la obligación de vivir “en personaje” permanente y seguir instrucciones sobre cómo caminar y hasta con quién relacionarse. 

Esto llega a tal nivel, que en el caso de Reino Unido, existe la Ley de Matrimonios Reales que data del siglo XVIII, y establece los límites sobre con quién pueden casarse, y el procedimiento por el que el rey o la reina, el primer ministro o incluso el parlamento podrían oponerse al matrimonio de un miembro de la familia real. Aunque para ser justos, afortunadamente, en el año 2011 esto se reformó, y ya sólo es aplicable para los seis primeros que se encuentren en la línea de sucesión al trono (¡gulp!). 

A pesar de esto, es claro que por mucha rigidez que padezcan, comparar su nivel de esclavización con aquella a la que han sometido históricamente a millones de seres humanos por el mundo, es, en el menor de los casos, insensible. 

Son justo ellos, la realeza, los engranes de un sistema complejo que simboliza, resguarda y perpetúa una opresión en la que además de oprimir, paradójicamente terminan oprimidos (toda proporción guardada). 

Al final, en lo político, desde este lado del mundo estamos lejos de entender que hablemos de reyes y reinas en el siglo XXI cuando hasta la meritocracia empieza a ser cuestionada. Pero en su defensa, estamos lejos también de entender el contexto político-histórico-cultural que enmarca una relación que aquí apenas concebimos en cuentos de hadas. 

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