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viernes, 26 abril, 2024
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Los decepcionados

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Por: VIOLETA VÁZQUEZ ROJAS MALDONADO •

La decepción es un sentimiento pero también es un discurso. Al hablar de decepción nos podemos referir al pesar legítimo de quien espera algo que no recibe, o de quien encuentra traicionada su confianza en un proyecto que no resultó ser lo que prometía. Pero también es verdad que, tanto en conversaciones privadas como en públicas respecto al momento político actual, hay una apelación a la decepción tan prevalente en ciertos sectores y en determinados medios, que bien cabe la posibilidad de que se trate, más que de una emoción auténtica, de un sentimiento infundido.

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En septiembre de 2021, León Krauze publicó en Expansión: “El triunfo de Andrés Manuel López Obrador en el 2018 auguraba, entre otras cosas, la llegada al poder de un presidente que defendería activamente la agenda social progresista […] Por desgracia, no ha ocurrido así… No es una exageración decir que, en materia de la agenda social de la izquierda, López Obrador ha sido una decepción.”. La agenda de la que habla incluye puntos -como la legalización del aborto- que nunca figuraron entre las promesas de campaña de López Obrador. Esto podrá ser o no un aspecto reprochable, pero no tiene sentido hacer motivo de decepción el incumplimiento de compromisos que no estaban contemplados. Unas semanas después de esa nota, la Suprema Corte de Justicia de la Nación despenalizó la interrupción del embarazo, y si bien no se puede atribuir ese logro a López Obrador, sí es parte orgánica de un profundo cambio social que al menos en esta materia ha mostrado avances donde otros auguraban retrocesos.

Apenas dos días antes de las elecciones intermedias de 2021, la revista estadounidense de izquierda The Nation publicó una nota de Dawn Paley titulada: “AMLO ha sido una decepción para el mundo. Para México ha sido mucho peor”. La nota hace un duro recuento de los resultados en poco más de dos años de un gobierno que, además de sus propias limitaciones -entendibles o no- enfrentaba una crisis sanitaria y económica imprevistas. Algunos reproches son justos, pero algunos no corresponden siquiera con la realidad. Por ejemplo, Paley acusa un incremento de los homicidios “a un paso horrorizante”. Las tasas absolutas de homicidios siempre preocupan, pero el dato relevante que Paley omite es que el crecimiento vertiginoso que sostuvieron durante los dos sexenios anteriores se estancó en 2019 y finalmente se detuvo en 2021, año en el que incluso se registró una disminución de 4%. Para continuar la justificación de su apabullante encabezado, Paley remite a lugares comunes bien logrados por algunos medios mexicanos de vocación desinformadora, como ese pasaje donde supuestamente AMLO recomienda que la gente se proteja del coronavirus con “amuletos e imágenes de santos”. Cualquiera que hubiera buscado la fuente de ese bulo se habría dado cuenta de que tal recomendación nunca existió. Por si fuera poco, la sincronización de la nota de The Nation con la víspera de las elecciones del 6 de junio no puede leerse sino como el intento de causar un desánimo generalizado que incidiera en el voto de al menos ciertas clases sociales.

En marzo de 2021, Gilberto Guevara Niebla, desde el portal de noticias de López-Dóriga, también advierte que para cada vez más personas de su entorno, “el presidente decepcionó”. Una de las razones que aduce para ello es que “no acabó con la pobreza”. Así lo conjuga, en tiempo pretérito, como si a dos años y medio de mandato ya debiera ser una empresa consumada el acabar con un flagelo de décadas.

Así, pues, el discurso de la decepción ha sido promovido por quienes nunca realmente militaron del lado del proyecto de la llamada Cuarta Transformación, por quienes le reprochan el incumplimiento de promesas que nunca se hicieron, o por quienes leen resultados catastróficos o declaran plazos perentorios para un cambio que todavía está en proceso.

Asumirse como un decepcionado es cómodo. Por un lado, el decepcionado reprocha haber confiado e incluso ayudado en algún grado al proyecto que hoy gobierna, de modo que no es un adversario, o al menos no uno cualquiera: es un aliado valioso, si bien efímero, al que por torpeza o traición se dejó ir. Al discurso de la decepción no le falta un dejo de vanidad al estilo de Mauricio Garcés cuando decía: “debe ser horrible tenerme y después perderme”.

Por otro lado, el discurso tiene un gustillo purificador: el decepcionado está justificado para señalar las fallas de todo y no militar en nada. Los decepcionados se asumen no sólo como políticamente equidistantes al defender la línea “todos son iguales”, sino como moralmente superiores e impasiblemente racionales. Al ser un desengañado, el decepcionado ya dejó atrás la ceguera ocasionada por las falsas ilusiones. Al contrario que él -o ella-, quienes todavía conservan algo de entusiasmo no son más que unos pobres manipulados.

El discurso de la decepción es una forma más de afianzar la vieja idea de que la política es la sucia actividad de unos embaucadores profesionales. Es efectivo porque apela a una emoción con la que podemos identificarnos porque todos la hemos sentido por alguna razón u otra. En el fondo, el discurso de la decepción es la arenga desmovilizante de que la política no vale la pena.

Lo contrario de la decepción no es, desde luego, el entusiasmo acrítico y exacerbado. Como todo proyecto de cambio, el que ahora gobierna tomará decisiones largamente anunciadas y también otras inexplicables e inesperadas. Habrá políticas que nos parezcan satisfactorias, y también otras que causen enojo, indignación o desconcierto. En todo caso, vivimos tal vez el momento político más interesante que nos toque atestiguar en nuestras vidas y en él es preferible acatar la responsabilidad política de entender y explicar aquello de lo que somos parte que asumir la derrota infligida por un discurso que confunde la razón con el desdén por la esperanza.

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