Pude ver toda la sesión pública de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en la que se abordó el intento de declarar anticonstitucional las reformas al Poder Judicial de la Federación, que desde días previos ya formaban parte de la misma Carta Magna. Se pretendió asestar un duro golpe a la autonomía y a la separación de poderes que, de haberse cristalizado y aceptado, colocaría al Poder Judicial en un ente superior a la sociedad. Un auténtico golpe al Estado de Derecho y al establecimiento leguleyo de la dictadura de la toga.
La derecha pretendía que la SCJN desconociera la parte constitucional que mandata su reforma, de la que son juez y parte. Esperaban un reflejo contestatariamente autoritario de Ejecutivo y Legislativo desconociendo la sentencia. Entraríamos a una “crisis constitucional” e insistirían que vivimos en dictadura. Fértil para reiterar al intervencionismo extranjero de Estados Unidos, España y organismos internacionales injerencistas promotores de gobiernos sumisos o marionetas que les allanen el camino para la neocolonización.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha aclarado que no se les daría gusto. Se acataría la sentencia y con la Constitución anterior a la reforma, se enviaría la terna al Legislativo para elegir al ministro que, en éste mismo mes de noviembre, termina su mandato. Luego, habría una nueva iniciativa con dos modificaciones limitantes de los beneficios económicos de los actuales ministros. Significaría derrotar a la derecha mexicana con las mismas reglas y trampas creadas. Sobre esos escombros habría que avanzar en el segundo piso de la transformación, democratizando, transparentando y ciñendo al Estado de Derecho al Poder Judicial, el cual violenta leyes, atenta contra la nación y es causa de injusticia en contra de los que menos tienen.
Para la mayoría de los analistas; comentógrafos, voceros y ecos de la derecha, la reforma al Poder Judicial se reduce a “un capricho”, a una “venganza” del expresidente AMLO o al “autoritarismo” de la actual presidenta. Para los leguleyos del régimen derrotado, aún enquistados en el Poder Judicial, el tema es sólo para expertos en leyes. Incluso, para algunos de los ministros que encabeza la incongruente Norma Piña, el tema debe ser objeto de sesudos análisis éticos y filosóficos, en el que la hermeneútica jurídica decida la ruta futura de las leyes, y no los mortales de carne y hueso. Par ellos, las leyes cobraron vida propia por encima de las decisiones democráticas de la sociedad.
Bajo esta “filosofía” hipócrita del Derecho, los ministros también cobraron vida de iluminados. A pesar de que: así como dicen una cosa, luego dicen otra. Estarían tocando las puertas del cielo, como divinidades, seres sobrenaturales, iluminados y montados sobre el resto de la sociedad. Paralelamente, la derecha y sus voceros le siguen la corriente con un alto grado de misticismo, dogmatismo, enajenación, fanatismo y un mundo de distorsiones y mentiras.
Lo que debe abolirse es el fundamento histórico y social que parió al actual Poder Judicial Federal y todo el sistema de justicia mexicana. Consecutivamente, debe abrirse el paso a la universalidad de pensamiento social, a la emergencia de una nueva generación de profesionales del derecho y a su vinculación con el pueblo mexicano. No se le puede regatear al pueblo su derecho a exigir honradez, profesionalismo, rectitud, ética, imparcialidad y legalidad a los funcionarios públicos del Poder Judicial. No es facultad exclusiva de abogados, que además no lo hacen, criticar y exigir castigo a la corrupción, tráfico de influencias, arraigado nepotismo, complicidad, amiguismo, opacidad, impunidad y a decidir democráticamente (como derecho humano) quién debe ocupar la representación social de juzgador.
La independencia, la separación de poderes y la autonomía no debe, ni puede, serlo con respecto a la sociedad. No por alguna ocurrencia “filosófica”, ni porque al referirse a la soberanía nacional lo diga el Artículo 39 constitucional sino porque es un hecho real que el desarrollo de la sociedad crea sus normas jurídicas históricas y las instituciones responsables de diseñarlas, administrarlas y aplicarlas. Pensar que los ministros puedan decidir lo contrario, y que se mantenga, es vivir en la mitología de los dioses del olimpo. Aunque, claro está que al menos 7, de 11, se aferran a no comportarse como terrenales y a romper con el principio de legalidad, el cual establece que las autoridades sólo pueden hacer lo que les permita la ley.
Son socarrones no por algún principio legal, ético o filosófico, sino porque son parte orgánica de un modelo social en retiro al que se aferran a defender. La transformación les representa su extinción como criaturas privilegiadas de una estructura que, en sí misma, promueve las desigualdades y las injusticias sociales. Además del retiro, les preocupa el destape de la cloaca de complicidades, nepotismo, corrupción e impunidad.