El 2024 fue decretado por el gobierno de Zacatecas como “el año de la paz”. En todos los medios de comunicación, actos oficiales y hasta en los recibos del agua viene reiterada la consigna “2024 año de la paz”. Ojalá por repetir una frase mil veces ésta se volviera realidad, pero la situación es muy compleja. Hay un alto grado de irresponsabilidad gubernamental al decretar el estado como “pacificado” cuando aún tenemos indicadores de sociedades en guerra. Todo esto en medio de un complicado año electoral. En el evento de lanzamiento del “año de la paz”, donde estuvieron presentes todas las autoridades e instituciones del estado, incluida la universidad, no hubo espacio para hablar de las víctimas, de procesos de reparación o garantías de no repetición. Esta perspectiva, esperable, reproduce la idea de que “la paz” se logra con la imposición de la fuerza de las botas militares y las armas, al mismo tiempo que se promueven proyectos sociales para generar buena percepción y ambiente. Este enfoque está presente desde la militarización de Calderón, continuó con Peña Nieto y se profundizó con AMLO. La evidencia a nivel nacional muestra que tal orientación sólo lleva a controlar temporalmente algunos indicadores delictivos, pero que las causas y lógicas que encienden la violencia y sostienen a las redes económico-políticas criminales se mantendrán. Los asesinatos de esta semana en Fresnillo y Sombrerete, donde las víctimas fueron personas que hacían parte de los grupos de poder político y económico estatal y local, son sólo un terrible recordatorio.
Tres datos son contundentes. Primero, si bien en el 2023 hubo una reducción de homicidios dolosos con un total de 708 (en comparación con los 978 del 2022), lo cual es muy importante, no es menos cierto que la tasa de más de 40 homicidios por 100 mil habitantes sigue siendo de las más altas a nivel nacional, propias de una sociedad muy violenta. Segundo, cuando ponemos atención a la cifra de personas desaparecidas y no localizadas, contrario al caso anterior, el 2023 fue el peor año de la historia en la materia, con un total de 776 personas desaparecidas y una tasa que superó las 47 desapariciones por cien mil habitantes, la más alta en todo México (datos de la CNB). Basta revisar que en lo corrido del 2024, para el 8 de febrero estaban reportadas 63 personas desaparecidas o sin localizar, es decir, un promedio aproximado de 2 personas diarias. Para ponerlo en perspectiva, este año ya llevamos más de la mitad de personas desaparecidas/no localizadas de las que se registraron durante todo el 2016. Bajan los homicidios, suben las desapariciones. La intensidad sigue siendo, pues, brutal.
Tercero, en las zonas que están experimentado despoblamientos armados la impunidad impera. Son por todos conocidos los episodios de desplazamiento forzado que se vivieron entre los años 2020 y 2023 en Zacatecas, especialmente en el suroccidente en los municipios de Jerez, Tepetongo, Valparaíso, Susticacán y Monte Escobedo. A pesar de que el gobierno habla de una “vuelta a la normalidad”, lo cierto es que hay zonas enteras donde se mantiene la presencia de las fuerzas armadas pero la vida cotidiana de la población quedó resquebrajada por completo, muchos se adaptan a vivir en medio de condiciones de terror: extorsión, cobro de piso, amenazas y agresiones. En estas zonas han tenido que cerrar una gran cantidad de escuelas, pues la matrícula se redujo a menos de dos dígitos, e incluso se han utilizado edificios escolares como cuarteles militares. Es sabido, además, que antes del desplazamiento en las comunidades hubo graves casos de desaparición, violencia sexual y homicidios, todos en total impunidad.
La narrativa oficial, reproducida por muchos analistas y académicos, señala que la violencia es sólo producto de las disputas entre el “Cartel Jalisco Nueva Generación” y el “Cartel de Sinaloa”. Dentro de estas explicaciones se dice que la violencia creció luego del paso de la “hegemonía Zeta” a la fragmentación de los carteles, con puntos de quiebre claves como el 2015 donde se reporta la presencia del “Clan del Golfo” y del “Noreste”, así como la coyuntura del 2020 asociada a las nuevas dinámicas de producción y trasiego de fentanilo. No obstante, como han señalado desde hace varios años investigadoras/es como Guadalupe Correa, Dawn Paley, Oswaldo Zavala, Luis Astorga, entre otras, estos reduccionismos se terminan alineando con la narrativa securitista que justifica la militarización y la mano dura, dejando de lado los núcleos problemáticos más importantes de las guerras en México. ¿Cuáles son las redes políticas y empresariales que se benefician de economías violentas? ¿Cuáles son las estructuras de gobernanza criminal que permiten que en el territorio se establezca la violencia como un mecanismo de control y orden? ¿Cuáles son los circuitos, muy lucrativos, del negocio de las armas? ¿Por qué a pesar de vivir una guerra intensa, las multinacionales extractivistas que tienen más del 30% del territorio aumentan sus ganancias y beneficios año con año? ¿Por qué no hay una política contundente de persecución al lavado de activos? ¿Por qué son jóvenes precarizados quienes enlistan las filas de los ejércitos regulares e irregulares, mientras las ganancias de los negocios lícitos e ilícitos se dirigen hacia Estados Unidos y las élites? Y, tal vez, la pregunta que más me inquieta ¿Por qué el Estado permite que se reproduzcan los patrones de impunidad de más del 95%, negándose a generar procesos reales de modernización y autonomía de las fiscalías? Así pues, un análisis del contexto de la guerra que no haga estas preguntas terminará, paradójicamente, reproduciendo el punto de vista del Estado y del gobierno, algo que debemos afrontar críticamente.
Tras los terribles asesinatos de esta semana en Fresnillo y Sombrerete, la respuesta fue anunciar el arribo de más de 800 miembros del Ejército y la Guardia Nacional. La paz militarizada, siguiendo las políticas estadounidenses securitistas, es la repetición del consenso del fracaso. Mientras no respondamos las preguntas estructurales que explican las causas de las guerras, y no replanteemos los enfoques prohibicionistas, criminalizadores y estigmatizadores de las juventudes, sólo contendremos por momentos algunos indicadores, manteniendo las formas de reproducción violentas de la vida a las que nos habituamos. Mientras no existan políticas integrales de verdad, justicia y reparación a las víctimas, el mensaje es el de la permisividad y la impunidad. Suena difícil: lo es. Pero décadas perdidas en México y América Latina nos dicen que es necesario superar dicho consenso.