El 14 de noviembre los estresados españoles rodeados en el palacio de Axayácatl y que mantenían con grilletes a Moctezuma, lo obligaron a pronunciar desde una terraza un discurso que buscara apaciguar a las masas indígenas enardecidas.
Unas fuentes dicen que surgió una pedrada de la multitud, que acertó en la sien derecha del monarca; otras, que algún soldado español hundió un espadín por “las partes bajas” del tlatoani. Esta última versión es poco creíble, puesto que Moctezuma, aún prisionero, era un escudo de mucho peso para los españoles acorralados. Como quiera que fuera, su muerte fue causada por los españoles.
Por último, vino la batalla de Tenochtitlan, que a juicio de Bernal Díaz del Castillo, combatiente y cronista del momento, duró 93 días con sus noches. Tres meses. Hasta el 13 de agosto de 1521.
Al final de la horrenda destrucción apareció por las calles, yendo a la Plaza Mayor, la fila del pueblo desgraciado que se había escondido: mujeres, ancianos y niños transidos de hambre, esqueléticos de haber comido sólo tierra y raíces. Fue mentira entonces, también, que los mexicas comían carne humana a la menor provocación. En una ciudad surcada de cadáveres, los aterrados y escondidos pudieron haberse mantenido tres meses en copiosos banquetes.
“En los caminos yacen dardos rotos/los cabellos están esparcidos/ y en las paredes están salpicados los sesos”, lloró el gran poema de los Cantares Mexicanos.
Cuauhtémoc, derrotado, frente a un Hernán Cortés bajo un hermoso palio indígena en una terraza de la Calzada de Tacuba, ya legendario desde su silla savonarola, escuchaba las últimas palabras del héroe: “toma el puñal sobre tu cintura y mátame con él, que ya no pude defender más a mi pueblo y estoy vencido”.
De la ciudad no quedó piedra sobre piedra. ¿Por qué?
Tal vez el emisario de la cultura de Occidente se percatara, bajo el polvo de la batalla, que esta ciudad estaba intrínsecamente edificada con los hondos postulados de su religiosidad y que había que desmontarla para hacer surgir un nuevo mundo.
La población del reino azteca, que culminó una historia milenaria, sufrió una merma de 80% o más. Por la peste que se creó con el contacto biológico; por el genocidio de las batallas; por el desánimo espiritual de los indígenas sobrevivientes en un nuevo régimen y en un mundo inimaginable.
Si Cortés actuó por su cuenta, sin la aprobación de la Corona española, que delegaba sus instrucciones al virrey de Santo Domingo y al gobernador de Cuba opositores de los actos de su tercer enviado, pero que una vez que vio lo que había conquistado el gran conquistador, rápidamente preparó a sus virreyes para el control de la Nueva España, entonces, bien podría pedir disculpas a los indios de México. A nombre de Cortés.
Pero mejor que eso, en convenio con el gobierno de México, el Reino de España podría invertir (ya que es el segundo inversionista en México) en inteligentes proyectos para acelerar la economía de los grupos marginados del país. Y el gobierno de México bien podría matizar esa gran inversión en los mismos rubros de inversión económica española, consiguiendo el aporte de otros países que cuenten con una menor dosis de historia colonial, como los escandinavos u otros, por ejemplo.
Es cierto que conquista es conquista. Y que no se anda con lindezas. Aunque es bueno apuntar que en las conquistas hay antecedentes de rivalidad comercial y de conflictos de guerra, cosa que no ocurrió aquí.
Es cierto que no se debe (ni se puede) vivir en las pútridas aguas del rencor. Pero no tiene nada de malo pedir a quienes borraron del mapa a toda una civilización milenaria como la mesoamericana, paradigma único e insustituible sobre la realidad del mundo y del ser, que hagan una reflexión cabal sobre los hechos del pasado.
Y es cierto también que los gobiernos de México están en deuda con los descendientes de los pueblos originarios: millones de indígenas que pueblan su territorio. ■