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jueves, 28 marzo, 2024
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La democracia mexicana: encrucijada post-transición (Parte 3 de 3)

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Por: Carlos E. Torres Muñoz •

Hay un tema pendiente en estas líneas y es la de asumir que el momento que vive el país en relación con la democracia es el de post-transición. Regreso sobre este tema aprovechando la presentación del libro El mito de la transición de John Ackerman en Zacatecas, a la que asistí y cuya lectura me tiene ocupado en recientes días, aunque no será en esta participación en la que me refiera a él, sino solo y de manera indirecta a su principal hipótesis, misma que le da título a la obra.

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El debate respecto al momento de la transición en el que nos encontramos ha sido sostenido durante años desde la alternancia suscitada en 2000, mismo que no culminamos por la divergencia de, cuando menos, tres posturas: los que suponen que dicho suceso culminó con la transición e inauguró la democracia; los que afirman que la democracia ya se encontraba ahí antes de la elección de dicho año y que esto mismo fue lo que permitió el resultado y una entrega del Poder político en términos más o menos institucionales y jurídicamente aceptables; y quiénes suponen que ni éste ni ningún otro hecho suscitado hasta el momento en el país nos permiten afirmar que nos encontramos en una democracia, sino apenas, en el mejor de los casos, en su construcción.

Todo depende de la idea que tengamos por transición y el punto culminante que pongamos a ésta. Hay casi un consenso en cuanto a la definición de transición, dada por O’Donnell y Schmitter: “el intervalo que se extiende entre un régimen político y otro”.

Ninguno de los luchadores por la democracia que se exprese con franqueza en este país podría decir que el régimen político prevaleciente en 1968 es idéntico al de hoy.

Es importante señalar que las transiciones tienen cuando menos tres momentos: liberalización, democratización y consolidación. La primera tiene que ver con el acto de apertura del régimen al diálogo con la oposición y la conquista y el reconocimiento de derechos civiles y políticos, entre otras características; la segunda con la competencia en las elecciones y el reconocimiento de la victoria de otras fuerzas políticas ajenas y opositoras al oficialismo. Finalmente, la consolidación se caracteriza por el mantenimiento de estas características y, desde mi particular punto de vista, con una apropiación de los valores democráticos por parte de la ciudadanía que ha de ejercer sus derechos políticos.

Pareciera ser innegable la existencia las dos primeras etapas en la historia reciente mexicana: la liberalización a partir de la reforma política de 1977 y sus subsecuentes, pasando por el rediseño de figuras tan importantes como lo relativo a justicia penal, derechos humanos y amparo. De la democratización podríamos hablar a partir de 1988 con la victoria de los primeros senadores de oposición en el Distrito Federal y Michoacán, del entonces Frente Nacional Democrático, y luego su confirmación en 1989 con la victoria del primer Gobernador de oposición en Baja California, proveniente de las filas de Acción Nacional, pasando por otras victorias en manos de los dos principales partidos de oposición, hasta 1997 y 2000.

Ahora bien,  la consolidación, supone la etapa que más desacuerdos nos presenta. El autor que atinó al diagnóstico del régimen mexicano post-revolucionario, Juan Linz, uno de los politólogos más reconocidos en materia de transiciones en el mundo, especialmente las referidas a América Latina, escribió:

(…) una definición maximalista de consolidación haría casi imposible decir que cualquier régimen democrático está ya completamente consolidado y llevaría a que las crisis futuras se expliquen como resultado del fracaso de la consolidación, en vez de por la incapacidad del régimen para hacerles frente (…)

Hay quienes sostienen estrictas exigencias a la transición mexicana, al punto tal de negarla toda, sin reparo en los avances, deteniéndose solo en sus faltantes. Ninguna democracia en el mundo real es similar a la que aspiran teórica y utópicamente. De que nos falta nos falta, de que hemos avanzando, también lo hemos logrado.

Concluyo: La democracia no es la que vive una crisis en México, sino los mecanismos de rendición de cuentas y vinculación entre gobernados y gobernantes. Tal como lo demuestran las cifras de mexicanos que desconfían de las instituciones, de la existencia de un efectivo Estado de Derecho y la desconfianza creciente en los actores públicos, del partido o ideología que sea.

La crisis no está en los valores democráticos en sí, ni la aspiración que estos suscitan y mucho menos la idea de una sociedad en plena comunicación, comprensión e involucramiento de las decisiones de su gobierno, con leyes, instituciones y políticas públicas sólidas, congruentes y justas.

Lo que está en crisis es el modelo anterior de ejercer la política, desde todos los ámbitos de poder, que no acaba de asentarse en la clase política del país, sus formas, actitudes, reacciones y relaciones, tanto al interior de la misma, como con la ciudadanía.

Ahí tenemos la verdadera crisis. Para salvarnos de esta crisis necesitamos tanto funcionarios y servidores públicos receptivos, analíticos, autocríticos y abiertos a la pluralidad y nueva realidad del país, como una ciudadanía con mucha inconformidad creativa y con iniciativa cívica, a fin de que pronto todos entendamos que: sin los ciudadanos en cada paso, decisión acto público y en el  diseño e implementación de las políticas de parte de a quiénes hemos electo para representarnos: NO. ■

 

@CarlosETorres_

 

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