La llamada «posverdad» es un engaño, una derrota cultural, un colapso del espíritu. Se funda tal patraña en una construcción mental ideológica desvinculada de la verdad del ser. Ésta persiste a pesar de las limitaciones de la persona humana. La persona es un ser creado, un ser sujeto al único Señor esencial, como dice Romano Guardini de ilustre memoria. Verdad esa que consiste «en que se vea la esencia de las cosas y se le haga justicia».
Chesterton, genial pensador, maestro de fina ironía filosófica, converso al catolicismo, en su libro Ortodoxia, dice: «Sin humildad es imposible gozar de nada; ni aun de la soberbia. Lo que nos hace padecer el presente es la modestia mal ubicada. La modestia ha cambiado de órgano: del de la ambición al de la convicción». Ambición desmedida y convicción timorata.
Estábamos destinados, nos comenta el gran converso, a dudar de sí mismos, pero «no de la verdad». Profetizó él al señalar que se estaba en la ruta de la producción de una «raza de hombres mentalmente demasiado modestos para creer en la tabla de multiplicar». Pero eso sí, ahora se cree en horóscopos, noticias falsas, aberrantes opiniones de muchos «influencers», mentiras de demagogos, engaños de medios al servicio de militaristas intereses económicos anglosajones, etc.
La posverdad es fruto de dicho mudar de órgano. Se considera impotente al intelecto humano para atisbar la verdad, y entonces se reniega de ella. La ideología de la posverdad encuentra orígenes remotos, entre otros, en la filosofía del empirismo inglés de Hobbes. Para éste, «la única fuente de todos nuestros conocimientos son los sentidos; el entendimiento, como facultad esencialmente distinta y superior, no existe», según eso.
También abreva dicha ideología en el nihilismo de Federico Nietzsche, es decir, en la trasmutación de todos los valores. «Valores» y «verdades» al gusto del superhombre que ha matado a Dios, y, por ende, a la Verdad con mayúscula. Si ya no hay Verdad con mayúscula, menos con minúscula. Y si no hay Dios, todo se vale, y si todo vale, nada vale: indiferencia fatal ante el hondo problema del bien y del mal.
El relativismo que se condensa en la idea de que «todo vale porque nada hay que sea verdad ni que sea bueno: todo da igual”, nutre de su veneno al mito utilitarista de la posverdad. Ya no hay conformidad del conocimiento con su objeto como medida de la verdad, ahora rige el emotivismo de Hume que «afirma que la moralidad no es ningún principio racional, sino alegría o tristeza…», sino lo que agrade o desagrade, según J. Locke.
La ideología de la posverdad contradice burdamente la vocación de la inteligencia, del entendimiento: tener como objeto la verdad. ¿Qué es la posverdad? Una patraña que renuncia al uso de la razón crítica, que utiliza visiones fragmentadas de las cosas, publicidad, propaganda, demagogia en sustitución de la verdad. Y en lugar de jugar algún papel el entendimiento, lo juega totalmente la emoción. Se trata de una dictadura del «propio yo y sus ganas», según lo advirtió J. Ratzinger.
Para Ratzinger, como lo señala José Antonio Hernández Mejía, tal dictatorial problemática «es una cuestión central que tiene que abordar no sólo el cristianismo, sino la humanidad en su conjunto, porque allí se juega su futuro frente al riesgo de disolución social al que lleva el individualismo materialista, narcisista y relativista existente en la sociedad contemporánea». Individualismo anti solidario ese que nutre al neocapitalismo liberal, egoísta y mezquino.
Conforme a la posverdad, cada quien tiene su propia idea del valor o disvalor de las cosas, al margen de lo que realmente son y valen. «Apelar a la verdad no es sinónimo de saberse en posesión de la misma, sino en sincera búsqueda», ha dicho un pensador sensato. El deber se funda sólidamente en la verdad del ser, en concepciones sustantivas de la personalidad y la sociedad como dice Unger, «en la adecuada relación con la propiedad, la libertad y la vida comunitaria», no en gelatinosas subjetividades, en pantanos emocionales, en caprichos sexuales de moda al margen del orden natural, en imposturas.
En el campo político -tanto nacional como internacional- la posverdad rompe el vínculo necesario entre política, por un lado, y justicia y libertades como núcleos de la ley, por otro, vaciando a la política de todo sentido plenamente humano. Así, el fuerte, sin escrúpulo alguno, devora a todos, como tantos en la historia pasada y reciente, sobre todo en el Occidente de hoy que gira en torno al decadente imperio anglosajón, que se las da de muy demócrata pero que explota a los débiles, que miente sin rubor como en el caso de los Bush en Irak.
Si la política no es servicio del bien común, de la solidaridad, entonces, sin los límites del derecho, se convierte en mera fuerza, en brutal y desnudo poder opresivo, en instrumento de pícaros, de grupos facciosos que se sirven a sí mismos para ruina de los pueblos. Todo poder sin límites es dictadura, de diferentes gradaciones, pero dictadura al fin.
La supuesta posverdad es enemiga jurada de la razón. «Todo el mundo moderno está en guerra con la razón; y la torre ya vacila», comentaba Chesterton hace más de cien años. Hoy la torre yace en el suelo, en el polvo de la estupidez humana que cree en todo lo que es chatarra ideológica, menos en lo esencial.
La soberbia humana es libre para destruirse, para caer en el pozo de la estupidez. Frente a esta ideología fraudulenta de la posverdad, está la exigencia de repudiar las aberraciones del relativismo, del nihilismo, del emotivismo para salir de nuevo a buscar la verdad, la esencia, la raíz de las cosas, de las personas, de la comunidad, de uno mismo. El mundo hoy arremeda a Pilatos, cuando con una pregunta se burló, impune, de la Verdad. «Si el relativismo fuera cierto, nunca podríamos descubrir que así fuera», dice con verdad el filósofo Brugger. La búsqueda de la verdad hace libres y justas a las personas, su negación, las hunde, corrompe y esclaviza.
Dedico este artículo con enorme cariño a la memoria de mi queridísima hermana Lis, mujer virtuosa, gran declamadora, graciosa, bella de alma y cuerpo, quien hoy cumple un año de haber partido al encuentro con el rostro misericordioso de Dios, con la ternura infinita del Creador; y a la memoria de mi querido primo hermano José Antonio Gándara Mendoza, hombre cabal, brillante profesionista, de quien guardo gratos recuerdos de la infancia y juventud; descanse en paz a la sombra del Altísimo y de María, la abogada nuestra.