A algunos lectores nos ocurre que vemos a nuestros escritores favoritos como personas cercanas a nosotros, como amigos, esto, más que una alucinación, me parece una circunstancia natural si tomamos en cuenta todas las horas que pasamos hablando con ellos a través de la lectura, y a veces incluso vamos más allá: les escribimos libros o tesis; entonces no es raro sentir, ni decir, que consideramos a fulanito o a menganita como de nuestra familia, nuestros mejores amigos.
Eso me ocurre a mí con Truman Capote. Lo primero que leí de él fueron los tres cuentos que regularmente aparecen publicados junto a Desayuno en Tiffany´s: “Una guitarra de diamantes”, “Una casa de flores” y “Un recuerdo navideño”, y desde entonces esa trilogía se convirtió en mi catálogo personal de las diversas y crueles formas que puede tomar el amor. Y seguí de largo, agoté toda su obra, varios de los libros que han escrito sobre él, y este año, con motivo del centenario de su nacimiento, leí Crucero de verano, esa novela publicada póstumamente que él había considerado un tanto inacabada o que se le había pasado el tiempo para publicarla; y El canto del cisne, de Kelleigh Greenberg-Jephcott, que recrea la vida del escritor con énfasis en el episodio con las ya famosas “cisnes”.
Mi enamoramiento y devoción sólo crecieron con cada libro, en particular, me gustan (aparte de A sangre fría, claro) sus Cuentos completos, Color local y esa novelita corta que me parece en verdad estupenda, Féretros tallados a mano, pero también Retratos, en realidad me gustan mucho sus libros, todos en alguna medida. De sus cuentos, los personajes que son niños me parecen de los más memorables y todos ellos construidos con una ternura magnífica, niños frágiles, vulnerables, incluso tristes, pero bondadosos, corazones verdaderos, Truheart, como se hacía llamar Capote entre algunas amistades. Y en esos niños de ficción siempre vi al Truman infante corriendo sobre el gótico sureño, el que describió Harper Lee, el que lloraba hasta quedarse dormido encerrado en cuartos de hoteles esperando a su mamá, ésa es la primera imagen que tengo de él en mi memoria: un querubín rubio, casi albino, vestido de blanco, pantalones cortos, con las manos metidas en su chaqueta a la medida y la sonrisa pícara, donde ya se asomaba el genio, en resumen, la portada del libro Los perros ladran, Anagrama, 1999.
Si Truman Capote habitara este siglo, sería uno de los escritores más funados, aquél al que una horda de arrobas insultaría por traidor, por hacer pública su opinión sobre otros escritores y sus obras, por no dar suficiente crédito a su mejor amiga, por homosexual, por su forma de vestir, por sus adicciones, y por un largo etcétera porque Truheart era un personaje excesivo, una persona brillante y repleta de contradicciones, pero como él mismo dijo “Cualquier persona que sea coherentemente coherente tiene la cabeza llena de serrín”.
También quedaría de manifiesto, si él viviera en este siglo, que muy probablemente, a la luz de otros escándalos de políticos, millonarios, celebridades y realeza que hemos presenciado, y en una sociedad que ha perdido de vista el valor de la vida privada, lo narrado en Plegarias atendidas podría ser tomado como un chismorreo que se sostendría en dimes y diretes, en la credibilidad de uno y otro bando y en los amigos que defendieran a cada cual; sin embargo, en 1975 supuso un escándalo de proporciones trágicas, de por medio el suicidio de una de las involucradas y el declive de la salud y vida profesional de Capote. ¿Qué pasaba por la mente de Truman cuando tomó la decisión de publicar esos capítulos en Esquire? Como vaticinó a través de Peter en Crucero de verano, “—Estaba pensando —dijo él, con un parpadeo—, estaba pensando en si, al fin y al cabo, la impopularidad no será una recompensa”. ¿Hubo alguna recompensa en ser despreciado? El látigo de su escritura no sólo lo azotó para la gloria sino que finalmente lo estranguló.
Mi opinión impopular es que supone un riesgo contar la vida privada a los escritores, sobre todo a los que escriben no ficción. Y una parte de mí, cegada por la admiración hacia el escritor, cree que Truman no debía nada a ese séquito de mujeres, millonarias al fin de cuentas, que en el fondo no lo consideraban “uno de ellos”, un rico de alcurnia, de abolengo, sino uno nuevo, por lo menos más nuevo que ellos, uno que logró “colarse” a ese mundo de viajes, cenas elegantes, intrigas y diamantes, gracias a su oído atento y encanto sureño, humor mordaz e inteligencia impecable: lo aceptaron en tanto su talento las divertía, las adulaba, mientras el gran escritor norteamericano les dedicara atención. Pero quizá estoy equivocada.
Dónde está el límite, me pregunto, dónde el escritor tiene que detenerse antes de revelar detalles, no sólo de la vida propia, sino de aquéllos con los que ha compartido los días y que le han confiado sus secretos, aunque los camufle torpemente. Qué tan válidos y vigentes son los cintillos de “Basado en hechos reales, sin embargo, algunos nombres y lugares han sido cambiados” o “Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia”, en esta época en que la vida parece estar documentada en las redes sociales y los espectadores y lectores ávidos de los chismes más retorcidos. Tal vez el personaje excesivo, que se construyó a sí mismo para cimentar la leyenda, le dio un tiro por la culata porque nada de lo que escribiera podía ya ser inofensivo. Él se defendió diciendo «¿Qué esperaban? Soy un escritor, me sirvo de todo. ¿Es que esa gente pensaba que me tenían sólo para entretenerlos?”.
Y tal vez sea cierto, como lo es que los escritores que hoy escriben en la línea de la no ficción, se enfrentan con el dilema de qué tanta realidad, “verdad”, pueden poner en sus libros, como el caso de Emmanuel Carrère en su libro Yoga, escrito durante su divorcio, y por el cual fue a juicio, ya que su exesposa lo demandó por violar un acuerdo en el cual se comprometía a no escribir sobre ella en términos que no aprobara: «Emmanuel y yo estamos atados por un contrato que le obliga a obtener mi consentimiento para utilizarme en su obra”, y Carrère tuvo que modificar el libro a pesar de que se excusó ante ella diciendo: «Estoy escribiendo libros autobiográficos, no debería sorprenderte. […] Esta historia sería incomprensible si no dijera nada sobre el contexto».
¿Puede el cotilleo, el chisme, la indiscreción hundir a quien se sirve de ellos? Para Capote la respuesta fue sí, y ese hecho ha nublado su increíble legado literario anterior a Plegarias atendidas. Además, el saberse repudiado, excluido, él que siempre buscaba la aceptación y la afirmación de los otros, fue el traspié, el empujón final para caer en la vorágine de sus adicciones y soledad.
La otra imagen que viene a mí cuando lo recuerdo, no es la de su rostro hinchado, rojo, alcoholizado, ni su mueca de fastidio o desprecio, no, la imagen que evoco no existe ni existió, fue construida con palabras en Tánger, una crónica dentro del libro Color local, en ella, Truman y su acompañante presencian el inicio del Ramadán en Sidi Kacem, “una playa infinita como el Sahara, bordeada de olivares”, los dos, mezclados entre los árabes, con la noche iluminada por luces de colores en los árboles, beben té de menta y siguen a una procesión hasta la playa de arena suave y fría, donde se quedan dormidos hasta el día siguiente, cuando salen de un sueño para entrar a otro, y ésa es la segunda imagen que habita en mi corazón: lo imagino de espaldas, mirando hacia el sol y el mar, por un momento terriblemente en paz y feliz, “Nos despertamos en una luna azul, casi de amanecer. Estábamos en lo alto de una duna, y debajo de nosotros, extendidos por toda la costa, estaban los celebrantes, sus ropas vistosas ondeando a la brisa de la mañana […] Como un telón cuando se levanta, el sol reptó hacia nosotros a través de la arena, y nos estremecimos ante su llegada, sabiendo que cuando nos alcanzara deberíamos volver a nuestro siglo”.
Beatriz Pérez Pereda. Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada 2023, por el libro Persona no humana. Lee, escribe, imparte talleres, entrevista autores y cuida de su hermana, cuatro perros y un gato.