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martes, 25 junio, 2024
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Hasta romper el espejo

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Por: Manuel Rivera •

Primero desafías las resistencias del espejo y las propias. Te miras en éste e interrogas:

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Sí, admítelo, tienes un pasado y un presente, aunque quizá no un futuro.

¿Te avergüenzas? Anda, confiésalo, olvida el pudor, si acaso aún guardas algún resquicio de éste.

Vamos, si en alguna ocasión hasta dejaste constancia escrita acerca de tu admiración a ciertas prostitutas, claro, dejando fuera a aquellas que por emolumentos pretenden ceremonia con vestido blanco. ¿Entonces por qué deberías avergonzarte de lo que haces para darle de comer a tus hijos cuadrúpedos y bípedos?

El cúmulo de inconformes, o de voluntades fuera de la nómina, te atosiga y provoca que insistas:

Anda, ¿seguro que no te da pena trabajar en lo que trabajas, pese a los múltiples señalamientos de tus amigos?

Para algunos causa de los males pasados, presentes y por venir, emblema del mal, símbolo de la traición, insignia de la bajeza, certeza de peculio y sospecha perenne de peculado.

Sí, ¿qué otra cosa podría ser? Claro, te hablan de la “política”, denominación que da la gran masa a la actividad que desempeña quien está en un cargo público o en una franquicia de partido, sin reparar en la honestidad, convicción u objetivos posibles de quien realiza esa labor.

Esa injusta, aunque, paradójicamente, explicable concepción de la política, socava la indispensable credibilidad de toda fuente de normas que la sociedad esté dispuesta a respetar.

¿Cómo acatar las leyes que ordenan la vida en sociedad, si supones que quienes las emiten lo hacen por un interés particular, son los primeros en violarlas o carecen de autoridad moral para decirte qué debes hacer?

Luego, sin dejar de confrontar al espejo, te hundes en recuerdos de dolor:

Y te defiendes, porque evocas esos señalamientos que tanto te lastiman y generan largos ecos penetrantes de neuronas, que sentencian una y otra vez tu sin remedio: “eres igual a todos…”, aunque reconoces, a final de cuentas, que lo doloroso en realidad es saberte ni mejor ni peor que los demás.

Parece que la política y la vida cotidiana tienen similitudes. Claro, los políticos no son extraterrestres –conclusión esta seguramente digna de una candidatura al Nobel. Es cierto, la conciencia de lo finito, de la existencia de las cosas aunque no puedan verse y de lo impredecible de la existencia humana, son elementos que pueden ir más allá de una simplona filosofía dominical y convertirse en saberes de vida esenciales para el ejercicio serio de la política, enfoque quizá no el más frecuente.

Ni el poder de unos ni la paciencia de otros son para siempre; la silla sostiene a quienes se posan en ella aunque no le vean las patas y nadie medianamente cuerdo puede asegurar su presencia en la próxima fiesta de Año Nuevo.

Regresas al espejo que no has podido quebrar para terminar de verte y encontrar tu sentencia:

Pero, ¿te da pena o no? Y tratas de responderte: ¿debes asumir la vergüenza ajena? ¿Es mejor sustituir la demandada turbación por la acción? ¿Cuál será la fuerza de la corriente necesaria para que sea imposible nadar contra ella? ¿Qué prefiere la mayoría ciudadana: denostar a la política o manifestarse por el retorno generalizado de la dignidad a su práctica?

Bueno, mientras preguntas lo anterior a cada ciudadano, incluyéndote, trata de convencerte que una de las expresiones más altas de la civilización es la política en su sentido puro, es decir, en aquel que la presenta como una herramienta para pacíficamente dirimir diferencias, alentar esperanzas de mejora, crear sueños de equidad y trazar rumbos comunes a los integrantes de una colectividad.

¿La quieres? Por supuesto: sencillamente es inolvidable, diría que resulta hasta adictiva. ¿Cómo olvidar la suavidad y firmeza que reúne? ¿Cómo evitar el deseo de estar siempre juntos? ¿Cómo negar la aspiración de ser su elegido? ¿Cómo sustraer el legítimo deseo de compartir con ella momentos decisorios?

No evadas la respuesta, pues bien sabes que no se trata de evocar sinuosidades, sino de confrontar acusadores…

Y, presionado por tu conciencia o lo que queda de ella, finalmente acabas convenciéndote que considerar cualquier cosa como imposible de limpiar, es condenarla a la suciedad eterna; que la deformación de un concepto por su mala práctica, o por la ausencia de información en quien lo deforma, no lo invalidan; y que sin política las organizaciones humanas quedan indefensas ante influencias ajenas al interés social, como las provenientes de poderes fácticos, sobre los que en ocasiones también se quejan algunas personas que condenan el ejercicio político, sin exigir con acciones y razones que éste regrese a su cauce de beneficio colectivo. ■

Se rompió el espejo.

 

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