Después de cuarenta y cinco semanas de aislamiento, es decir, alrededor de casi trescientos veinte días, las personas que han sido capaces de respetar al máximo las recomendaciones elementales como son la adopción de medidas permanentes de higiene, la sana distancia entre personas en espacios abiertos o públicos, el uso de cubrebocas y sobre todo el confinamiento en los hogares de las personas la mayor parte del tiempo y sobre todo algunos cambios como el trabajo en casa y las clases virtuales, muchas veces en condiciones que no son favorables para llevar a cabo estas actividades en el interior del hogar con la máxima más difundida durante la pandemia: “¡Quédate en casa!”.
El meollo el asunto consiste en que el confinamiento y la convivencia familiar prolongada han tenido consecuencias que no por probables y previsibles han dejado de estar presentes en la vida cotidiana ocasionando episodios lamentables que pudieron haberse prevenido o al menos reducido en sus efectos devastadores como en el ya cotidiano y lamentable comportamiento de grupos que hacen de la violencia su principal carta de presentación, que se añade a los pequeños episodios de violencia familiar, comunitaria, institucional y colectiva en general, que deja secuelas destructivas a quienes las padecen. Si estos datos se juntan al miedo general a la pandemia, se tiene un coctel de ingredientes que no se sabe que efectos tendrá en el comportamiento colectivo de la gente y hasta el momento no parece que se atienda debidamente el fenómeno dentro de un complejo de acontecimientos que afectan mucho a la sociedad y a la vida del país en general.
No es gratuito entonces que sigan aumentando los episodios de violencia intra familiar, la violencia contra las mujeres, hacia los grupos vulnerables, reyertas callejeras y tantas anomalías que enumerarlas requeriría todo el espacio de esta columna, con el añadido de que todas las personas las conocen. Además, la idea es proponer prácticas para contrarrestar y en el mejor de los casos, prevenir episodios que concluyan en consecuencias lamentables.
Es indispensable diseñar pautas de convivencia con alternativas que sean incompatibles con la violencia. El hacinamiento familiar tarde o temprano detona algunas emociones que antes no se daban ante la poca exposición de los miembros de la familia ante sí mismos. Y no es de extrañarse que no se hayan generalizado modelos de interacción constructiva que puedan reproducirse a gran escala y le den a la vida cotidiana una dimensión digna.
Hay que aprender a convivir en grupos pequeños, especialmente a nivel familiar. No hay que olvidar que previo a la pandemia se hablaba de la desintegración familiar como una de las causas principales de la descomposición del tejido social. Entonces, si se peca de audacia en las interpretaciones, se sigue afirmando en esta columna que no es que la gente sea malvada por naturaleza puesto que casi siempre lo que se nota es la violencia tanto física como verbal; la realidad que se vive a este respecto es que la mayoría de la gente ha perdido la capacidad de comportarse civilizadamente, por la sencilla razón de que se ha perdido la oportunidad de aprender a hacerlo. En palabras llanas, no se hacen bien las cosas porque no se sabe como hacerlo. Por eso es tan fácil hacer siempre lo menos recomendable, porque se sigue viviendo el modus operandi del famosísimo Borras. Y si estamos en un período de cambios trascendentales es bueno aprender a prevenir las respuestas emocionales sin explicación por su impredecibilidad, por otras que den más certidumbre en la convivencia.
Por otra parte, no está de más que la gente aprenda que existen profesionales del estudio del comportamiento humano que están preparados para ayudarles a aprender a convivir consigo y entre sí. Siempre puede encontrarse un psicólogo que ayude a lidiar exitosamente con cualquier calamidad emocional. ■