Lo que primero destaca en esta historia es ella: la mujer. Lo que más disfrutaba (no sé si sea el verbo correcto) era verla dormir. Ahí estaba, a mi lado, con los ojos cerrados y abiertos a los sueños, en ese mundo que aún no nos pertenece, para fortuna de los que tenemos pesadillas. Distante. Atravesando los sueños por colinas de las que en ocasiones se caía. Como niña inquieta en una resbaladilla, soltaba una de sus piernitas y se venía abajo. Y despertaba casi tan asustada tan solo para escucharme decir “no pasa nada” y volver a dormir en ese silencio casi infinito. Así fuese que roncara como si talarán árboles. Yo la veía a ella y veía la belleza. No escuchaba en esos momentos a ese malhumorado oso.
Antes de que ella abordase el tren que la llevaría lejos de mí, me traje un sin fin de imágenes. Dormitando sobre esas colinas en donde en ocasiones se tropezaba. Desnuda, de pie, y de frente a un espejo que parecía sacado de las Mil y una Noches. La forma en que se vestía. Su cabello mojado. La forma en que, cansada, se desvestía lo mismo que una niña desviste a una muñeca que ya no quiere dentro de su colección. Y, sobre todo, la forma que tenía de pensar: movimientos vertiginosos se suscitaban en su mente y cada movimiento era una idea, un pensamiento. Nunca lograré entender cómo es que funcionan las mentes así: son remolinos que nunca descansan. Incluso dormida repetía una idea. Algo nuevo que en aquella colina de los sueños se le había ocurrido. Por otra parte también pienso: qué desgastante una vida así, que te exige mecanizarlo todo, pensarlo, actuarlo, un mundo que se rige por sus propias reglas y las cuales no te puedes saltar. Sí, qué desgastante debe ser una vida así.
En el fondo yo me traje algo de ella (quizás demasiado y ahora no sé dónde lo voy a meter) y como mi único temor es que el olvido se apodere de mi envejecida mente y borre todos los instantes y las imágenes que me traje, he decidido pasarlos a la computadora o escribirlos a través de mi muro de Facebook: cuando alguno de aquellos recuerdos, instantes o imágenes cumpla un año y la red social me lo recuerde será uno de esos bellos y nostálgicos momentos. Y que los lea quien así quiera y quien no que pase de largo. Creo que los lectores que menos me importan son los de Facebook: son lectores de pase rápido, no se detienen en el texto, unas cuentas líneas y saltan a otro: todo es una locura.
Son textos muy melosos y cursis, de entrada lo sé. Cuando lo que conocemos como amor se da entre dos personas el resultado es distinto para cada quien, y el mío, mi resultado, mi proceso, es reconocerme a través de esos textos y luego soltar las riendas para dejarla ir a ella, la mujer del tren.
Sin embargo, aunque sean textos melosos y cursis, hay que recordar que nadie obliga a leer a nadie algo que no quiera y que uno está siempre en su derecho de escribir lo que se le dé su regalada gana. De política, por ejemplo. Yo lo he intentado en otras ocasiones y fracaso rotundamente. De deportes, lo mismo. Supongo que tras de estas femeninas imágenes e instantes está lo que cada escritor debe conseguir con su obra: tener un tono, una voz narrativa o poética.
Yo por eso lo hago. Sé que los años pasarán y dejaré testimonio de un amor que terminó por convertirse en mentiras, en odio, en improperios y en mensajes larguísimos donde uno intenta justificar lo injustificable: la derrota, las noches en el infierno.
Así que escribiré a ratos, por las tardes, durante unos cuantos días. Y cuando al fin me sienta vacío de ella, cuando pueda salir a la calle sin la sombra de su perecedero amor, cuando las imágenes, los instantes no causen ya tanto daño, quizás sea la hora de poner punto final y mandar a la mierda lo que podría ser un libro con mediocres textos.
Así será. Si la escritura sirve de algo es para exorcizar los demonios. No importa si lo haces bien o si lo haces mal, la escritura exige como primer punto que te avientes al abismo y sueltes no solo el bolígrafo, los dedos, la hoja en blanco sino la imaginación. Por eso muchos se ven imposibilitados para escribir: carecen de la soltura que exige la imaginación al escritor. Y cual si fueses un muy buen pintor, como escritor debes estar atento a todos los detalles: traer contigo una muy buena maleta y guardar ahí los instantes, las imágenes, que respecto a tu punto de vista procuran cierta belleza en los hombres.
Y luego abrir la maleta y dejar que sean ellos los que se escriban solos, los que ocupen su espacio en un tiempo y un instante que quizás en ese momento solo a ti te pertenece, pero un instante que luego puedes compartir y hacer participe de la belleza a las demás personas. Aquí se da el arte.
Es una lástima que existan hombres que no entiendan los procesos de la escritura. Que en sus excesos desmedidos y ególatras piensen que solo escribes de ellos cuando en realidad la literatura tiene infinidad de temáticas respecto a las que escribir. Y si te detienes un momento en ellos es porque ahí encuentras una belleza de la que ni ellos mismos se percatan. Por eso lo que para los demás puede parecer de una fealdad extrema, los escritores se esmeran en encontrar un punto donde destaque como una luz al final del túnel la belleza. Son instantes, momentos. Ninguna musa sería tan ególatra, pero hay hombres y mujeres que creen que su vida es tan importante que les dedicas tanta atención: desconocen todos los procesos de la construcción de la belleza y por eso están donde están.
La escritura te permite sacar lo que traes dentro sin tener que ir al terapeuta. Solo hay que dar ese salto al abismo y dejar que la imaginación haga su parte. Todos los que se lo proponen pueden ser escritores: el miedo se pierde cuando ya nadas entre palabras, cuando al fin has construido una frase hermosa o cuando, como es mi caso, consigues pasar recuerdos e instantes de alguien a quien amaste (el verbo es excesivo, dramático) a la hoja del papel para después abandonarla en la hoja del olvido.
Es aquí donde se escribirán historias distintas una vez que ella haya abordado el tren, y sin embargo es gracias a la imaginación que podemos darle viveza a esas otras historias, imaginarlas a la manera de Borges y hacer de ellas un acto de fe. Eso, desafortunadamente, les es imposible a muchos hombres porque su mundo es concreto, ven una pared y una pared es eso: una pared; para quien ha saltado al abismo una pared podría representar el sitio donde fusilaron a más de diez revolucionarios, entre ellos al coronel Mendoza (perdón por el ejemplo tan malo); una discusión de pareja te podría dar pie para una obra de teatro donde ella explica en esos momentos su infidelidad con uno de sus trabajadores, por ejemplo, pero los otros solo verán una discusión de pareja.
Me traje los instantes y las imágenes de ella aunque en el fondo sea tan ordinarias, comunes y corrientes. No lo son si las ves no solo con el amor como trasfondo sino como búsqueda de una belleza. Por eso no son la gran cosa y de describirlas como mero ejercicio escolar resultarían anodinas: escenas típicas de una cuarentona sin mucho sentido que digamos más allá de las escenas típicas de una cuarentona (costumbristas, si se quiere, a la manera de los cuadros de Gutiérrez Nájera).
Pero está el otro lado: el de la escritura como permanencia de la memoria. Si en estos momentos es amorosa esa memoria está bien que así sea: vendrán los días y hasta el amor más sólido termina siempre por llenarse de polvo. Lo mejor de todo: vendrán otras mujeres que vuelvan a significar la belleza, la escritura, la magia gigantesca del amor para la que algunos están completamente negados. Qué tristeza. Me quedo con la última parte: vendrán más mujeres y significarán nuevas formas de entender el mundo, de dimensionarlo, de crear para luego destruir. Eso: otras mujeres. Y con ellas la escritura. Siempre es posible la escritura. Y las mujeres.