Decía Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, que el mexicano suele frecuentar la muerte “la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente”, probablemente sea nuestra relación con ella una de las más difíciles de comprender para otras culturas, pues es permanente una especie de amor-odio, de respeto-confrontación, y de miedo-desafío en nuestras prácticas cotidianas.
Los mexicanos le tememos casi tanto como a la vida, y hacemos de ella una compañera constante, incluso, es parte de nuestra identidad. A propósito del Día de Muertos, vemos durante estos días, por ejemplo, la repetición, ad nauseam, de la imagen de La Catrina, caricatura originalmente concebida por José Guadalupe Posada como La calavera garbancera, y que al ser retomada por Diego Rivera en su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, adoptaría el nombre con el que comúnmente la conocemos. Es sorprendente la manera y los lugares en donde vemos actualmente la reproducción de esta imagen; creo que ni el mismo Posada hubiera imaginado en los lugares en los que su garbancera aparecería… hasta en los calzones, por ejemplo.
El Día de Muertos llega este 2021 junto con la cifra oficial de casi 290 mil muertos a causa del Covid-19 y la pandemia no ha terminado; sin embargo, a partir de que un porcentaje alto de la población ha sido vacunada, hemos empezado a actuar como si la catástrofe hubiera sido superada. No son pocas personas a quienes he escuchado decir “De algo nos hemos de morir” para justificar el por qué no se han vacunado o por qué no usan correctamente el cubrebocas; cuando esto sucede pareciera que de fondo musical escucho al Charro Avitia cantar “No le temo a la muerte, más le temo a la vida, cómo cuesta morirse, cuando el alma anda herida”, la mismísima canción de Tomás Méndez.
Cuesta mucho morirse, en serio. Mejor dicho, cuesta mucho el funeral. Podemos cantar con desenfado “Si me han de matar mañana que me maten de una vez”, pero mejor no, porque con esta inseguridad ya no se sabe; o aquella de “En qué quedamos pelona, me llevas o no me llevas”, pero un poquito de empatía con los que se quedan no sale sobrando: mínimo cuesta 20 mil pesos el servicio funerario, que aumentará o disminuirá si se requiere cremación o no, si el féretro es de madera o de metal, si se requieren flores especiales o música durante la misa; y ya no digamos si queremos que nos acompañe hasta el cementerio un grupo musical que cante algo así como “Te vas ángel mío, ya vas a partir, dejando el alma herida y un corazón a sufrir”, o “Lo que pasó en este mundo, nomás el recuerdo queda, ya muerto voy a llevarme, nomás un puño de tierra”… porque ahí sí que se complica: habrá que desembolsar unos cuantos miles de pesos aún. Así que, o nos cuidamos un poquito más para vivir más tiempo, o de plano vamos dejando desde ya nuestro funeral pagado, con indicaciones precisas de lo que queremos y no.
Por ejemplo, ¿quiere usted que la caja esté abierta para que lo vean por última vez? Asegúrese de que el embalsamador sea su amigo, de lo contrario lo dejará como una carantoña, mal maquillado, pues. No hay muertos bonitos, tampoco es cierto aquello de que hay quienes tienen al final una “expresión de paz”, los muertos son muertos y ya. Tampoco es verdad que el café de los velorios sepa bien, es espantoso, pareciera que las funerarias compiten con las pollerías para ver quién lo hace peor: las primeras el café o las segundas la salsa del pollo rostizado; así que mejor déjelo todo pagado. Cuesta mucho morirse, luego vienen más trámites, más gastos y los disgustos familiares hasta para decidir cada año a quién le tocará hacer el altar. Mejor sigamos celebrando la vida: cuidémonos. Y sí, “Hay que darle gusto al gusto”, pero, de preferencia, con responsabilidad.
Que disfrute su lectura.
Jánea Estrada Lazarín
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