- Perspectiva crítica
Promovida en torno a la supuesta competitividad, el crecimiento nacional y el ingreso de México en las dinámicas de la globalización, la modernidad del país es constante en el discurso de quienes detentan el poder, sin embargo en términos reales ha devenido en un espejismo para las masas, y en un dividendo político o económico para quienes se sirven del mismo. Antes de apagarse, la mirada crítica de Carlos Monsiváis dio cuenta de los entretelones de esta modernidad que ha sido propuesta sistemáticamente por el Estado mexicano durante las últimas décadas, y el escritor se refirió brevemente a ella como una modernidad salvaje.
Lo falaz es el primer rasgo que sobresale de esta modernidad, pues a pesar de que es presentada como incluyente y benéfica para todos los sectores sociales, lo cierto es que se trata de una propuesta que excluye no sólo a quienes no estén dispuestos a montarse en el tren de la modernización, sino a quienes quedan en medio de las dinámicas de explotación y despojo que conlleva dicha modernidad. Estas dinámicas parten del hecho de que se establecen relaciones bajo la lógica de explotadores y explotados, en lugar de establecer relaciones más equitativas y dignas entre quienes ponen a disposición su fuerza de trabajo y quienes la adquieren. De igual forma los bienes naturales quedan a expensas de ser sobreexplotados en razón de que son vistos como una forma de acrecentar ganancias, y no como parte sustancial de la simbiosis entre naturaleza y población.
El efecto de esto da su carácter “salvaje” a la modernidad, y es visible en el despojo y la criminalización de sectores vulnerables que actualmente se perpetran en México, y los cuales han golpeado con mayor fuerza al sector campesino, indígena y a la población marginada. Los hilos finos de este saqueo están en los ajustes legales que se han venido haciendo en México en torno a las políticas neoliberales, mismos que privilegian al capital privado sobre el interés colectivo y posibilitan figuras como la de la privatización. Considérese a este respecto que el número de entidades paraestatales mexicanas disminuyó de mil 155 en 1982, a 210 en 1993, gracias al entusiasmo de vendimia de Carlos Salinas de Gortari. El proceso de privatización continuó en el gobierno de Ernesto Zedillo (1994- 2000) con la desincorporación del sector paraestatal bajo la forma de concesiones y licitaciones para operar bienes y servicios del sector público, así como la venta de activos.
Es por demás significativo que pese a su supuesta distinción ideológica, y a criticar la expoliación que el PRI ha hecho en el país, el Partido Acción Nacional (PAN) haya continuado durante su toma de poder federal con esta apertura del Estado a la iniciativa privada, lo que forma parte del acta de defunción que se dio a la fallida transición a la democracia en México ante la pérdida de la Presidencia de la República del partido tricolor, y refleja que el presunto antagonismo entre partidos políticos (y por ende la opción ciudadana de inclinarse por unos u otros) está subordinado al interés de los grandes capitales y la maximización de ganancias.
Detrás de esa simulación política está el pase de estafeta para continuar con la lógica de la apropiación de bienes comunes y fuerza de trabajo, y de forma paralela se inculca en la conciencia colectiva la idea de que favorecer a determinados grupos empresariales internos –generalmente aliados del poder político- y a la Inversión Extranjera Directa bajo el argumento del Estado obeso e ineficiente, es la ruta para generar empleo y dinamizar empresas, cuando en los hechos esto sólo ha servido para generar grandes fortunas individuales, y usar en momentos de crisis la desgastada pero recurrente fórmula de socializar las pérdidas y privatizar tanto ganancias como sectores estratégicos para la generación y reparto discrecional de excedente.
De este modo se ha montado en México una auténtica estructura del despojo, cimentada en el engarce entre el sector político y el empresarial, y cuyas secuelas son de gran calado, pues la pobreza alcanza a más de 53 millones de personas; sólo tres de cada 10 mexicanos de entre 19 y 23 años tienen acceso a la educación superior; más de 4 millones de indígenas sufren carencias alimenticias, educativas, de seguridad social o salud; el número de ninis (jóvenes que no estudian ni trabajan) de entre 16 y 29 años se ha mantenido entre los 39 millones.
De forma paralela se ha criminalizado y perseguido a quienes se oponen a esta dinámica del despojo, la violación de los derechos humanos o a quienes denuncian la degradación de las condiciones de vida. Sólo de 2012 a 2014 fueron asesinados más de 30 defensores de los derechos humanos en el país; medidas como la Ley de Hidrocarburos promovida por Peña Nieto abren la puerta para el fracking, la fracturación hidráulica y otras prácticas que dejan daños permanentes en el medio ambiente, al tiempo que enriquecen a las grandes mineras en estados como Zacatecas, Colima, Jalisco, Veracruz, Oaxaca, entre otros; las penas carcelarias se han incrementado, y en múltiples entidades se ha procesado a ejidatarios, comuneros, indígenas y activistas que protestan por la irrupción de las grandes empresas que sobreexplotan recursos naturales o humanos. El hecho más reciente es el de los 34 indígenas nahuas del municipio de Ayotitlán, Jalisco, quienes fueron detenidos y acusados de dañar propiedad ajena, secuestro, robo calificado, lesiones graves y despojo. Múltiples asociaciones defensoras de los derechos humanos se han reunido para exigir su liberación, pues aseguran que los delitos son fabricados y apuntan a la complicidad entre el gobierno de Colima y la Minera Peña Colorada.
La estela de afectados por el sistemático despojo que se realiza en México es amplia, y da cuenta de que la modernidad salvaje está fundamentada en el espejismo del crecimiento nacional, pero guarda como verdadero propósito el incremento de la ganancia individual. En la lógica de esta modernidad, la propia vida resulta una figura explotable y desechable. ■