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miércoles, 24 abril, 2024
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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO FLORES •

En el libro “Justicia y libertad” (UNAM-FLACSO, (2009)) de Martín Puchet, Nora Rabotnikoff, Francisco Valdés Ugalde y Gisela Zaremberg hay un artículo de Nora Rabotnikoff titulado “Ciencia y política en la era democrática” donde contrapone las posiciones de Max Weber y Eduard Bernstein acerca del proceso en curso de industrialización y masificación de la sociedad europea a fines del XIX. Por un lado, Bernstein trata de revisar el marxismo para eliminar la teoría del derrumbe y acomodar su visión de un proceso creciente de socialización que equivale a mayor asociación de los individuos entre sí, i.e. la tendencia a la centralización estatal presente a principios del siglo XX era interpretada desde el revisionismo social-demócrata como la posibilidad de la instauración del socialismo por la vía de las urnas. El socialismo es el resultado del liberalismo en un sentido evolutivo: todas las conquistas civilizatorias de éste serían preservadas por aquel, lo individual y lo social quedan armoniosamente imbricados porque la autonomía, libertad y responsabilidad individuales no quedaran subsumidos en organizaciones con intereses particulares, sino bajo un Estado democrático sin sesgo de clase. Weber tiene un punto de vista opuesto acerca del mismo proceso, ya que esa tendencia a la centralización estatal equivale a mayor burocratización organizada de forma más o menos racional, quedando el proceso democrático como una técnica para organizar los consensos y la distribución. Habría una clase de técnicos equipados para dirigir los procesos sociales y una clase subordinada que ejecutaría los mandatos, por lo que el conflicto entre autonomía individual y dominación social se amalgamaría en una “dominación legítima” en la que la heteronomía, al ser elegida por los individuos, realizaría su autonomía, i.e. el Estado dominaría a los individuos con su consentimiento. Así que el “autogobierno” deja de ser posible. La postura evolucionista de Bernstein tenía parangones en Herbert Spencer (e. g. “Sociology”) y Justo Sierra (e. g. “La evolución política del pueblo de México) que preveían un desarrollo continuo de la sociedad en fases que no podían evitarse. Más información en: Guillermo Hurtado “La revolución creadora” UNAM, (2017). Citemos a Hurtado: “El reto del positivismo mexicano fue combinar de manera armónica dos ideales aparentemente conflictivos: la libertad y el orden” (op. cit. p. 9), la solución fue la doctrina de que cualquier revolución armada era criminal porque el tiempo de ellas había pasado, quedaba el desarrollo continuo y ordenado del proceso de industrialización dirigida por la ciencia, en los hechos por el dictador Porfirio Díaz. Podemos notar un paralelismo entre la situación europea y la mexicana: colocados del lado del evolucionismo, tanto los positivistas mexicanos como los social-demócratas hubieron de afrontar el advenimiento de guerras civiles. El diagnóstico weberiano no era nuevo, pertenecía a una estirpe que se origina en Tocqueville (cfr. “Interpretación europea de Donoso Córtes” en Héctor Orestes Aguilar “Carl Schmitt, teólogo de la política” FCE (2001)) y que Carl Schmitt une a un paralelismo de la historia universal: el advenimiento del socialismo es, de algún modo, paralelo al advenimiento del cristianismo. Weber, como Marx, despreciaba el paralelismo y prefirió el desencanto de la democracia a la nueva “espiritualidad” materialista de los socialistas. Pero en México el desencanto de Weber, entendido como imposibilidad de fundar la democracia en valores trascendentes, careció de resonancia. La postura positivista del régimen de Porfirio Díaz, tan paralela a la ideología social-demócrata del desarrollo gradual, se topó con una ideología divergente encarnada en Francisco I. Madero. Ante el desarrollo inexorable de la sociedad decretado por los positivistas, en el que la armonía del orden social dependía de la limitación de la autonomía individual, el espiritista de Coahuila prefería proclamar que: “Del gobierno no depende aumentaros el salario, ni disminuir las horas de trabajo, y nosotros, que encarnamos vuestras aspiraciones, no venimos a ofreceros tal cosa, porque no es eso lo que vosotros deseáis; vosotros deseáis libertad, deseáis que se os respeten vuestros derechos, que se os permita agruparos en sociedades poderosas, a fin de que unidos podáis defender vuestros derechos…Los que piden pan, señores, son los hombres que no saben luchar por la vida, que no tienen energías suficientes para ganarlo, que están atenidos a un mendrugo que les dé el gobierno…” (Francisco Madero “Discursos I, 1909-1911 Clío (México) 2000, p. 167). Con estas palabras por testigos la interpretación marxista de la historia de México lanzó a Madero a la burguesía; ¿olvidaron que Bernstein ya había diagnosticado cuan saludable era moral y económicamente la burguesía? La democracia de Madero pretendía fundarse en fórmulas místicas, espirituales, en postular un orden trascendente, por lo que en rigor se oponía al materialismo en cualquiera de sus formas y, por supuesto, al desencanto. Para Madero, como muestra la cita, no hay desencanto con la democracia porque es la manera en que se realizarían los dones espirituales del ser humano aplastados por la dictadura. Hoy día creemos menos en desarrollos continuos de la sociedad o en explicaciones funcionalistas disfrazadas de metafísica de la historia, creemos saber que el decurso de la historia no puede ser predicho y que cualquier desarrollo está pletórico de discontinuidades. Nada garantiza que un gobierno logre lo que se propone y mucho menos que la lucha armada haya perdido su relevancia.

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