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viernes, 26 abril, 2024
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El cura y el capitán

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Por: Amigo Abel • Araceli Rodarte • Admin •

Aunque el Presidente de la República los eche en un mismo morralito a gritos y capotazos con el lábaro patrio cada 15 de septiembre desde un balcón del Palacio Nacional, en aras de ser equitativos merece la pena apuntar aunque sea un indicio apresurado de diferenciación entre Miguel Hidalgo e Ignacio Allende. O, lo que es lo mismo, juntos pero no revueltos.

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Es verdad que, en su origen, el sector criollo no planteó la revuelta como un movimiento independentista respecto de la monarquía española (el intento autonomista de 1808 encabezado por Primo de Verdad y Ramos, Juan Francisco Azcárate y Fray Melchor de Talamantes en la Ciudad de México está ahí para ejemplificar lo que por esos años sucedía casi en cada cabildo hispanoamericano dominado por los criollos), sino como una reacción genérica en contra del “mal gobierno”, el rompimiento del “pacto colonial” y el cambio del sujeto soberano (el pueblo a falta de su monarca) provocado con la ocupación de la península ibérica por las huestes napoleónicas y la imposición de José Bonaparte en el trono español de los borbones.

El intríngulis no era de poca monta. ¿Gracias a las abdicaciones del medroso Carlos IV y su crío mezquino Fernando VII, el 5 de mayo de 1808 en Bayona, nos acostamos súbditos de España y el día 6 amanecimos súbditos de Francia? Eso rompía toda la fundamentación jurídica en que descansó el esquema metrópoli-colonias durante casi tres siglos.

También es verdad que, todavía en septiembre de 1810, el proyecto de la sublevación guanajuatense sería esencialmente el mismo que dos años antes para preservar los derechos soberanos del heredero Fernando Séptimo –El deseado–, aunque, en cortito, el cura Hidalgo no lo bajara merecidamente de “joven imbécil”. Pero este esquema se transformaría rápidamente en otra cosa entre ese mes y el de diciembre de aquel año, y ya no serían lo mismo la decantación del mencionado sacerdote por una revolución social de carácter popular que intentó poner en marcha aquel fin de año con sus decretos agrario y abolicionista de la esclavitud desde Guadalajara, que la de los insurrectos hacendados criollos liderados por el capitán Ignacio Allende (antiguo dragón de la reina), quienes siguieron siendo adictos al planteamiento de una revolución política que, aceptando finalmente la idea de independencia absoluta, no alterara de manera significativa las estructuras económicas y culturales del virreinato. Es decir, el sueño jesuita dieciochesco, aunque estos lo pensaran en términos de impero mexicano.

Pero, aunque no expresada directamente por ellos mismos en tanto que expresión clasista, sino, de alguna forma, a través de las posturas de Hidalgo, y en un segundo momento las de Morelos, muy otra debió ser la opinión del contingente indígena. A estos “naturales”, despojados de sus antiguas tierras comunales y sometidos a una esclavitud hereditaria por deudas seculares (sumisión que no pocas veces les fue impuesta en aquellas mismas tierras), tanto les daba que sus explotadores fueran criollos o peninsulares, a fin de cuentas ambos grupos eran quienes detentaban, aunque no en la misma proporción según el obispo Abad y Queipo, aquellas tierras y ejercían aquel sometimiento. Más allá de verificables discrepancias de táctica (como la terrible matanza de españoles en la Alhóndiga de Granaditas), o de estrategia militar, ésa sería la raíz profunda del rompimiento entre el cura y el capitán.

Incluso el significado de las dos estrategias propuestas para continuar la lucha después de Guadalajara, están teñidas de una cierta diferenciación clasista que a la postre resultó insuperable. Los criollos pretendían marchar directamente a la capital de la Nueva España, declarar la independencia y nombrar el nuevo gobierno. Ya luego se vería cómo resolver el “problema” del cura incómodo. La historia enseña que para este tipo de cuestiones, el veneno siempre había sido una salida. En cambio, la propuesta de Hidalgo (acaso la última que pudo imponer como Generalísimo) consistía en batir a los realistas en todo el virreinato antes de tomar la capital. Pero eso suponía pasear y aplicar los decretos agrarios de Guadalajara provincia tras provincia, con lo que se potenciará extraordinariamente la revolución social que buscaba el cura. Algo inadmisible para los criollos, para quienes, a esas alturas, resultaban más peligrosos sus amigos que sus enemigos: nosotros queremos la independencia para desplazar a los peninsulares del poder, no para ser despojados de nuestras tierras.

Lo anterior fracturó el frente interno de los rebeldes (mejor para Calleja), y esto, combinado con la desafortunada explosión del polvorín insurgente y ciertos errores tácticos de Hidalgo, trajeron consigo el desastre de Puente de Calderón, con las consecuencias por todos conocidas. ■

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