La Gualdra 674 / Libros
Hace unos días volví a leer el cuento Un hombre bueno es difícil de encontrar, de Flannery O´Coonor, la escritora norteamericana que, de continuar con vida, estaría cumpliendo este año una centuria. El relato, acaso el más famoso de la escritora, transcurre en la década de los cuarenta del siglo pasado y trata de una familia de clase media que decide viajar en automóvil desde algún poblado del estado de Georgia hasta Florida. La abuela no desea ir, ha leído en el periódico que a Florida también se dirige también “El desequilibrado”, un peligroso asesino cuya fotografía circula en prensa porque acaba de escaparse de una cárcel en Georgia. En el camino, por culpa de la abuela, la familia sufre un accidente. Cuando logran reponerse de la volcadura, un auto se detiene a ayudarlos. Este vehículo es conducido, nada más y nada menos, que por “El desequilibrado” y otros dos sujetos igual de orates. Lo malo es que la abuela, en vez de quedarse callada al reconocer al prófugo, lo primero que hace es decirle que sabe de quién se trata. A partir de ese instante, la familia entiende que sólo les quedan unos minutos de vida. Estos inocentes no podrán escapar de ninguna manera a su destino. Y el lector comienza a sentir cómo sube de velocidad el golpeteo de su corazón antes de llegar a las últimas líneas.
Cuento lo anterior porque cada vez que estaba por finalizar alguno de los ocho relatos que integran Los inocentes (Ediciones Era 2025) del jalisciense Hiram Ruvalcaba, me embargaba una sensación similar: ansiaba conocer el desenlace, pero una mezcla de angustia y conmiseración por los protagonistas me impedía continuar la lectura.

Pongo como ejemplo el caso de Finales felices, uno de mis favoritos. Se trata de la historia de Jorge, un hombre de mediana edad que en medio de la madrugada recibe la visita inesperada del hijo con el que no guarda una buena relación. Feminicidio, crimen pasional, celos enfermizos. Llámenle como ustedes gusten. El caso es que el muchacho acaba de matar a su novia. Sin saber qué hacer con el cadáver que trae en el automóvil, recurre al padre. ¿Qué destino les espera? ¿Podrán deshacerse del cuerpo? ¿Denunciará el padre al hijo? Ambos están metidos en un buen lío. Por si fuera poco, el suegro del feminicida es el distribuidor de droga más importante de Tlayolan, el pueblo ficticio de Jalisco donde suceden estas desgracias que cuenta Ruvalcaba.
En Cuchillos japoneses, otro ejemplo, la protagonista Mireya, harta de soportar las vejaciones del marido, decide envenenarlo. El problema es que la víctima, un hombrón con sobrepeso, resulta ser un hueso duro de roer. Porque luego de embutirse una opípara cena aderezada con harto veneno, duerme. ¿Duerme? ¿O finge dormir?, se pregunta la esposa. Entonces a Mireya se le ocurre pedir por teléfono ayuda a Jimena, una amiga casada con la que sostiene una relación lésbica. Lo malo es que, mientras las amigas se ponen de acuerdo en cómo van a deshacerse del cuerpo, el tipo “resucita”. ¿El resto de la historia? Ya se imaginarán: digno de una película de Quentin Tarantino.
Violencia, soledad, desesperanza…, en los cuentos de Hiram Ruvalcaba no hay cabida para la felicidad. Los grises habitantes de Tlayolan, que puede ser cualquier villorrio del centro de México, parecen haber perdido el rumbo desde hace tiempo. No por nada Manuel, alias “El Manoplas”, el policía homofóbico que protagoniza Los últimos hombres, al momento de debatirse entre las ganas de violar o matar a la pareja gay que encuentra en un coche haciendo de las suyas, resulta tan patético. “Hijos de su puta madre”, gritó, “¡Son putos! ¡Con razón el pinche coche me olía a cagada!”.

En cuanto a la imposibilidad de la pareja, otro de los temas recurrentes de Hiram Ruvalcaba, allí están El truco del sombrero y Paseo nocturno, dos historias que no parecen tener similitud, pero en las que una vez más el autor coloca a sus protagonistas, Manuel y Justina, en situaciones límite. El primero en la fiesta infantil de su único hijo, donde no es bienvenido, pues su ex esposa preferiría excluirlo para siempre de su vida; la segunda en una carretera solitaria, con su amante, cuando acaban de atropellar a un niño que se atravesó en el camino. Sea cual sea la decisión que tomen, terminará por hundirlos.
Finalmente me referiré a los dos relatos que cierran este volumen: Los cachorros y Los inocentes. Es en ellos donde se despliega todo el estilo ruvalcabiano en su máximo esplendor. ¿Los protagonistas? Muchachos imberbes mal tratados por el sistema, adolescentes que surgen del lumpen y que sueñan con tener una mejor vida a costa de lo que sea; asalariados del narco, carne de cañón que alimenta sitios como Teuchitlán, el rancho donde se entrenaban a diario los soldados del narco.
Aunque no toda la literatura que narre hechos violentos se propone erigirse en un acto de rebeldía contra la injusticia, cuando uno cierra este libro, resulta inevitable pensar en la enorme cantidad de asesinatos y desapariciones que sufrimos a diario en nuestro país. A pesar de que nuestros gobernantes digan lo contrario, vivimos una espiral de violencia que no parece tener fin. Como los inocentes de estos relatos o la familia del cuento de Flannery O´Coonor, los mexicanos tampoco tenemos salida.