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viernes, 19 abril, 2024
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Un gigante habla de otro: ‘Hamlet’ en los ojos de T.S. Eliot / La Semanal

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Por: Alan Arturo González •

Lúcido, preciso, rigurosamente documentado, sin duda severo pero también con sentido del humor. T.S. Eliot (1888-1965), como bien se podrá notar aquí, hizo de la crítica literaria un arte, muy lejos del crítico que «a causa de alguna debilidad en el poder de la invención, se desempeña, en cambio, en la crítica».

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El escritor estadunidense nacionalizado inglés T.S. Eliot, Premio Nobel de Literatura en 1948, es autor, entre otros títulos, de La tierra baldía, uno de los poemas más importantes de la lengua inglesa del siglo XX. Nacido en Saint Louis, Missouri, en el año 1888, Eliot creció en el seno de una familia adinerada, religiosa y prestigiada: su abuelo paterno, William Greenleaf Eliot, fundó la Universidad de Washington.

En 1906 Eliot ingresó a la Universidad de Harvard, donde estudió filosofía; fue una época clave para su formación, pues durante ese período leyó por primera vez a autores como Charles Baudelaire, Arthur Symons, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Tristan Corbiére y Jules Laforgue. En esos mismos años realizó sus primeras publicaciones en la revista The Harvard Advocate, en la que también publicaron Wallace Stevens y E.E. Cummings.

En 1914, inmediatamente a su arribo en Londres, conoció a Erza Pound, quien se transformó en el principal difusor de su obra; además, como el lector sabe, fue Pound quien le sugirió a Eliot los recortes y cambios definitivos de La tierra baldía. En 1920, desde su imprenta casera, Virginia Woolf publicó una amplia colección de poemas de T.S. Eliot, bajo el título Poemas. En ese mismo año se convirtió al anglicanismo.

Eliot dirigió la revista Criterion y más tarde, después de abandonar definitivamente su trabajo como banquero, lo hizo también con la revista Farber and Farber, para dedicarse de lleno y de por vida a la crítica literaria. El presente estudio crítico pertenece al libro Wood: Essays on Poetry and Criticism, primer libro de ensayos publicado por Eliot en 1920.

Hamlet

T.S. Eliot

Incluso algunos críticos han admitido que Hamlet, la obra, es la incógnita central, y Hamlet, el personaje, secundario. Y Hamlet, el personaje, ha significado una tentación particular para el tipo de crítico más peligroso: el crítico con una mente que desde luego corresponde al orden creativo, pero que, a causa de alguna debilidad en el poder de la invención, se desempeña, en cambio, en la crítica. Con frecuencia estas mentes suelen encontrar en Hamlet una existencia que actúa para su propia realización artística. Goethe tuvo una mente de este tipo, que hizo de Hamlet un Werther; y la de Coleridge era similar, que hizo de Hamlet un Coleridge; y probablemente ninguno de estos hombres, al escribir sobre Hamlet, recordó que su primer propósito era estudiar una obra de arte. El tipo de crítica que produjeron Goethe y Coleridge, al escribir sobre Hamlet, es la más engañosa de todas. Porque ambos poseían una visión crítica incuestionable, y ambos generaron que sus extravíos críticos resultaran más plausibles por el reemplazo –de su propio Hamlet por el de Shakespeare– que efectuaron sus cualidades en la creación. Deberíamos estar agradecidos de que Walter Pater no fijara su atención en esta obra.

Dos escritores de nuestro propio tiempo, el señor John Mackinnon Robertson y el Profesor [Elmer Edgar] Stoll de la Universidad de Minnesota, publicaron breves estudios que pueden ser elogiados por moverse en la dirección opuesta. El señor Stoll hizo un gran hallazgo al llamar nuestra atención sobre los trabajos de los críticos de los siglos XVII y XVIII, observando que:

Sabían menos sobre psicología que los críticos más recientes de Hamlet, pero estaban más cercanos en espíritu al arte de Shakespeare; y, como insistían en la importancia del efecto del conjunto más que en la importancia del personaje principal, estaban más próximos en su manera antigua– del secreto del arte dramático en general.

Como obra de arte, Hamlet no puede ser interpretada; no hay nada que interpretar; sólo podemos criticarla –de acuerdo con las normas– en comparación con otras obras de arte; y para “interpretarla”, la tarea principal es la presentación de hechos históricos destacados, que se supone que el lector desconoce. El señor Robertson señala, muy pertinentemente, cómo los críticos fallaron al “interpretar” Hamlet cuando pasaron por alto lo que debería ser bastante obvio: que Hamlet es una estratificación que representa los esfuerzos de una cadena de estudiosos, cada uno haciendo lo que podía con el trabajo de sus predecesores. Hamlet nos parecería muy distinto si en lugar de considerar toda la acción de la obra como resultado de la composición de Shakespeare, percibiéramos que su Hamlet se superpone a un material mucho más ordinario que persiste incluso en la forma final. Sabemos que hubo otra obra más antigua, la de Thomas Kyd, ese extraordinario genio dramático (si no poético) que fue con toda probabilidad el autor de dos obras tan dispares como la Tragedia española y Arden de Feversham; y podemos sospechar cómo era esta obra a partir de tres pistas: la propia Tragedia española, la historia de Belleforest –en la que debió basarse el Hamlet de Kyd– y una versión representada en Alemania en la época que vivió Shakespeare, que arroja fuertes indicios de haber sido adaptada de la obra anterior y no desde la posterior. De estas tres fuentes, está claro que en la obra anterior el argumento era simplemente un motivo de venganza; que la acción o demora se produce, como en la Tragedia española, únicamente por la dificultad de asesinar a un monarca rodeado de guardias, y que la “locura” de Hamlet fue fingida para escapar de las sospechas, y lo logró exitosamente. En el final de la obra de Shakespeare, existe, en cambio, una motivación más importante que la de la venganza y que “amputa” claramente a esta última. El retraso en la venganza no se explica por motivos de necesidad o conveniencia, y el recurso de la “locura” no es para tranquilizar al rey, sino para despertar sus sospechas. Sin embargo, la modificación no es lo suficientemente completa como para que resulte persuasiva. Además, hay paralelismos verbales tan cercanos a la Tragedia española que no dejan dudas de que en algunos puntos Shakespeare sólo retomó el texto de Kyd. Y, por último, hay escenas inexplicables –las de Polonio-Laertes y Polonio Reynaldo– para las que hay pocas excusas; estas escenas no están en el estilo de verso de Kyd, y no hay duda de que pertenecen al estilo de Shakespeare.

El señor Robertson cree que estas escenas pertenecen a la obra original de Kyd, reelaboradas por una tercera mano, tal vez por [George] Chapman, antes de que Shakespeare tocara la obra. Y concluye, con mucha razón, que la obra original de Kyd estaba desarrollada –como algunas otras obras sobre venganza– en dos partes, conformadas por cinco actos cada una. Creemos que la conclusión del estudio del señor Robertson es irrefutable: que eHamlet de Shakespeare, en la medida en que pertenece a Shakespeare, es una obra que trata sobre el efecto de la culpa de una madre sobre su hijo, y que Shakespeare fue incapaz de imponer exitosamente este motivo sobre el material “inabordable” de la antigua obra. Acerca de lo inabordable, no puede haber ninguna duda. Lejos de ser la obra maestra de Shakespeare, evidentemente es un fracaso artístico. En varios sentidos, la obra es desconcertante e inquietante como ninguna otra. De todas es la más larga y posiblemente en la que más se esforzó Shakespeare; y, sin embargo, dejó en ella escenas superfluas e inconsistentes, que incluso una revisión apresurada debería haber notado. La versificación es variable. Líneas como: “Look, the morn, in russet mantle clad,/ Walks o’er the dew of yon high eastern Hill.” (Mira la mañana, vestida con un manto rojizo,/ camina sobre el rocío de la alta colina oriental.”) que pertenecen a Romeo y Julieta. En Hamlet, las líneas del acto V, escena II: “Sir, in my heart there was a kind of fighting/ That would not let me sleep…/ Up from my cabin,/ My sea-gown scarf’d about me, in the dark/ Grop’d I to find out them: had my desire;/ Finger’d their packet.” (“Señor, en mi corazón había una especie de lucha/ Que no me permitía dormir…/ Salí de mi camarote/ Medio cubierto en mi capote de marino, en la oscuridad/ A tientas busqué descubrirlos: contaba con mi empeño;/ Esculqué sus botes.”) son de absoluta madurez. Tanto la ejecución como el pensamiento se encuentran en una posición inestable. Sin duda sería justificable que atribuyamos a esta obra junto a esa otra profundamente interesante, de material “inabordable” y de asombrosa versificación, Medida por medida– un período de crisis, tras el cual siguieron los éxitos dramáticos que culminaron en Coriolano. Puede que Coriolano no sea tan “interesante” como Hamlet, pero es, junto con Antonio y Cleopatra, el éxito artístico más contundente de Shakespeare. Y probablemente existan muchas personas que hayan pensado que Hamlet es una obra de arte porque la encontraron interesante, o que la encontraron cautivadora porque es una obra de arte. Es la “Mona Lisa” de la literatura. Los motivos del fracaso de Hamlet no son inmediatamente claros. Sin duda el señor Robertson tiene razón al concluir que la emoción esencial de la obra son los sentimientos de un hijo hacia una madre culpable:

El tono [de Hamlet] es el de alguien que ha sufrido tormentos por la degradación de su madre… La culpa de una madre es casi un motivo intolerable para el drama, aunque es necesario atenderlo y enfatizarlo para proporcionar una solución psicológica, o más bien un indicio de ella.

Sin embargo, esto no es de ninguna manera toda la historia. No es simplemente la “culpa de una madre” lo que Shakespeare no puedo manejar como sí manejó la sospecha de Otelo, el enamoramiento de Antonio o el orgullo de Coriolano. Es concebible que el tema se haya expandido hacia la claridad del sol, hasta convertirse en una tragedia como éstas, inteligibles, completas en sí mismas. Hamlet, como los sonetos, está lleno de algunas cosas que el escritor no pudo sacar a la luz, culminar o manipular en el arte. Y cuando buscamos este sentimiento, nos resulta, como en los sonetos, muy difícil de localizar. No podemos situarlo en los parlamentos; de hecho, si examinamos los dos famosos soliloquios, advertimos la versificación de Shakespeare, pero con un tema que podría ser reclamado por alguien más, tal vez por el del autor de Revenge of Bussy d’Ambois, acto V, escena I. Encontramos el Hamlet de Shakespeare no en la acción, tampoco en ninguna cita que podamos seleccionar, sino en un tono inconfundible y que evidentemente no está en la obra anterior.

La única manera de expresar la emoción en forma de arte es encontrando una “sucesión objetiva”; es decir, un conjunto de objetos, una circunstancia y una cadena de acontecimientos que actúen como la fórmula de ese drama concreto, de manera que cuando sucedan los hechos externos –que deben culminar en una experiencia sensorial– la emoción será inmediatamente invocada. Si examinamos cualquiera de las tragedias más exitosas de Shakespeare, encontraremos esta exacta equivalencia; encontraremos que el estado de ánimo de Lady Macbeth, caminando en su sueño, nos ha sido comunicado por una hábil acumulación de impresiones sensoriales que fueron planificadas; las palabras de Macbeth, al enterarse de la muerte de su esposa, nos golpean como si, dada la secuencia de eventos, estas palabras fueran automáticamente liberadas por el último evento de la serie. La “inevitabilidad” artística ocurre en esta completa adaptación de lo externo en la dramatización; y esto es precisamente lo que falla en Hamlet. Hamlet (el hombre) está dominado por un drama que es inexpresable, porque está desbordado en el desarrollo de los hechos. Y la supuesta identidad de Hamlet con su autor es genuina hasta este punto: que el desconcierto de Hamlet ante la ausencia de un objetivo equivalente a sus sentimientos es una prolongación del desconcierto de su creador ante su problema artístico. Hamlet se encuentra ante la dificultad de que su repugnancia es generada por su madre, aunque su madre no es un equivalente adecuado para él; su repugnancia la envuelve y la descarta. Se trata, pues, de un sentimiento que no puede comprender; tampoco puede objetivarlo, por lo que no le queda más que envenenar la vida y detener su influencia. Ninguna de las acciones posibles puede satisfacerlo; y nada de lo que Shakespeare puede hacer con la trama puede ayudar a Hamlet a expresarse. Y debemos notar que la naturaleza misma de los données del problema impide la equivalencia objetiva. Haber acentuado la culpabilidad de Gertrudis habría sido proporcionar la fórmula para una emoción totalmente distinta en Hamlet; es precisamente porque su carácter es tan negativo e insignificante, que suscita en Hamlet un sentimiento que es incapaz de representar.

La “locura” de Hamlet está en manos de Shakespeare; en la obra anterior es una simple artimaña, y hasta el final –podemos suponer– era entendida como una artimaña por el público. Para Shakespeare es menos que locura y más que fingida. La frivolidad de Hamlet, su repetición de frases, sus juegos de palabras, no son parte de un plan deliberado de simulación, sino una forma de alivio emocional. En el personaje de Hamlet es la bufonería de una emoción que no puede encontrar un escape en la acción; en el dramaturgo es la bufonería de una emoción que no puede expresar en el arte. El sentimiento intensificado, estático o terrible, sin objeto o que se excede a su objeto, es algo que toda persona con sensibilidad ha conocido; es sin duda un tema de estudio para los patólogos. Suele ocurrir en la adolescencia: la persona ordinaria adormece estos sentimientos, o los adorna para adaptarlos al mundo de los negocios; el artista, en cambio, los mantiene vivos por su capacidad de intensificar el mundo en torno a sus emociones. El Hamlet de [Jules] Laforgue es un adolescente; el Hamlet de Shakespeare no lo es, no tiene esa explicación y esa excusa. Aquí simplemente debemos admitir que Shakespeare abordó un problema que resultó demasiado para él. Porque lo que intentó es un rompecabezas imposible; bajo la compulsión de qué experiencia intentó revelar lo inexpresablemente horrible, no podemos saberlo jamás. Necesitamos muchos hechos en su biografía. Nos gustaría saber si leyó a Montaigne –el capítulo XII de los Ensayos II, y Apología de Raimond Sebond–, y si fue así, cuándo y después o al mismo tiempo de qué experiencia personal. Finalmente, deberíamos conocer algo que por hipótesis es impenetrable, pues asumimos que se trató de una experiencia que, según la manera que se presenta, excedió los hechos. Tendríamos que entender cosas que el mismo Shakespeare no comprendió.

Traducción y nota introductoria de Roberto Bernal.

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