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sábado, 26 abril, 2025
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■ Historia y poder

Alberto Huerta, ese marcaje

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Por: MIGUEL ÁNGEL AGUILAR •

El fallecimiento del escritor zacatecano Alberto huerta Villaseñor nuevamente consterna a muchos zacatecanos de los siglos pasados, no porque espante la muerte sino porque hay melancolías que se tejen y se ponen de frente: abren la puerta para que se vaya toda una generación que nunca fue víctima de su propio triunfo y mucho menos de su lenguaje de rupturas y de transparencias, sino por emplazar constantemente a los lectores y públicos generales a sublevarse siempre.

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Dejemos a un lado el historial de lágrimas o remordimientos, Huerta fue un hombre de teatro, de cuentos y novelas, de premios y andamiajes en pos de reivindicar siempre que el pueblo leyera, más allá de los pináculos reservados a ser universitarios comodinos o sistemáticamente en capillas y talleres malhumorados, dejar el aire de perdonavidas y de huraños y exigentes, Sampedro por ejemplo, fue y es siempre un referente de alegría en los talleres, de enseñanzas confiables, de magnitudes acertadas.

Zacatecas tiene un largo historial de gente de letras, un cruento recorrido que se hizo llamar desde lo más profundo de sus templos y centros de trabajo, frecuentemente había los poetas y narradores que protestaban contra invasiones extranjeras, golpes de estado, bandoleros y guerras civiles, matazones de la misma inquisición eclesiástica o la suciedad de los hospitales en la cual la impunidad llenó de zozobras a los más pobres entre los pobres y que nacieron con la condición suprema de serlo siempre y durante siglos.

Alberto Huerta representa a un numeroso grupo de escritores que nacieron con la influencia externa de sus premios y cuentos alevosos, también de su ternura y su relatos que aseguraban economía en el lenguaje y nunca el resentimiento, ahí están los testimonios necesarios, revistas, periódicos, antologías, festivales, lecturas, talleres, promociones insensatas en un pueblo analfabeto dos veces, uno por no saber leer y el otro porque nunca fue invitado al foyer del Calderón a no ser porque había bocadillos y mezcales para todos.

Los tribunales populares se alzaban señalando a quienes por medio de la represión, la tortura, la desaparición de luchadores sociales, le dieron a Zacatecas el mote de estado cruento e inseguro desde hacía muchas décadas, más aún en los últimos años, que ha sido noticia nacional y mundial por albergar las estadísticas del terror y la ignominia y ahí los escritores agazapados en el miedo o la indiferencia, se asomaron-como Othón en San Luis ante tanta guerra y desastre- a ver los bosques frondosos, las cañadas y cañones suntuosos o el paisaje zacatecano siempre apto para las siembras abundantes y el licor de membrillo.

Parecía cosa de otro mundo: Huerta desde Jerez veía al mundo retorcerse y salvarse y redimirse y revolcarse; recuerdo haberlo conocido como alguien nervioso y puntual, siempre muy amigo de su generación, siempre con su imagen de flagelador de otras procreaciones a las que no pertenecía, exigente, vehículo de decirle a los licenciados, gobernadores y ministros que estaban muy bien con sus trajecitos y perfumes, pero que urgía más un pan en la mesa llena de frijoles y un vaso con leche en cientos de miles de niños zacatecanos siempre con hambre y frio y sus casas de empeño muy relucientes de mugre y de piojos y cobros insensatos.

De ahí la fama hueca de que él y sus compas de generación pertenecieron en apariencia o muy breve aventura en las filas del extinto partido comunista mexicano, cuando su militancia irradiaba ser siempre consecuentes e insistir de por vida que la literatura será siempre un arma de protesta y más aun con la belleza del lenguaje, la travesura de los premios bien ganados o lo pomposo de sentirse ataviados por la admiración juvenil que los hacían solemnes e hinchados de fama y  de atención retenida en el salón de la fama zacatecana y en la enciclopedia de la literatura de un México que quizás nunca salga de sus atrasos.

Adiós a Alberto Huerta, allá en la lozanía de los guerreros queda su semblante vivaz y osado, también las jactancias de que nunca se arrepintieron de darle portazo para denunciar las porquerías de las instituciones culturales buenas para nada, ni para discutir, solo convencerse de que cada quien se rascara con sus propias uñas, esas tan fuertes, para entender y rasgar y dejar huella en el salitre de Jerez y Zacatecas todo, el rasgo inextinguible de un cuentista desanimado y hecho por todos nosotros.

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