Cuesta entender la sincronía e insistencia mediática de relacionar al presidente López Obrador con el narcotráfico en el ocaso de su gobierno, y sobre todo basándose en acusaciones que hubieran sido oro en otro momento político, pero que suenan a pólvora mojada en este.
El primer acto llegó con los trabajos periodísticos de Anabel Hernández y Tim Golden que reportaban supuestos hechos ocurridos hace casi veinte años, e investigados hace más de diez, para ser calificados como “caso cerrado” por el propio gobierno de Estados Unidos.
El propio pudor de Golden en su texto, así como en las entrevistas en las que dijo carecer de pruebas de veracidad de lo declarado por Jennifer, desinfló rápido el asunto.
Lo mismo ocurrió con Anabel Hernández cuya credibilidad es endeble y no resistió las entrevistas críticas con respecto a su trabajo, escudada únicamente en yoismo cansón del cual ha abusado innumerables veces, ateniéndose a la tolerancia del público con la falta de evidencia en los trabajos periodísticos cuando éstos se tratan sobre crimen organizado.
Posteriormente entró en escena Carlos Loret de Mola presentando una entrevista a un hombre encapuchado que se identificó como líder de los ardillos. De acuerdo a la nota, un reportero de Latinus se encontraba en Guerrero haciendo una investigación de otro tema cuando fue contactado por el presunto delincuente para dar una entrevista en la que manifiesta, sin decir agua va, que le consta el financiamiento del cartel de los Zetas a la campaña de López Obrador en 2006, porque se le instruyó a apoyarlo para que, una vez ganando, el tabasqueño entregara el país a ese grupo criminal.
Además de la mermada credibilidad de Loret por el montaje de Florence Cassez y la acusación de otros periodistas de que acostumbra escenificar batallas en sus corresponsalías de guerra, no abonó a la verosimilitud del reportaje que el presunto delincuente fuera hermano de un legislador perredista y por tanto actor político en esta coyuntura.
Tampoco resulta creíble o al menos comprensible, qué interés podría mover a un jefe criminal a exponer su seguridad y localización a cambio de dar una declaración política como esa. Ya no hay mucho que decir del desperdicio que significa tener al micrófono al líder de un grupo delictivo y pensar que la mejor, o si no es que la única nota relevante que podría obtenerse es una declaración que a lo mucho llegaría a ser su palabra contra la de su acusado.
Las imprecisiones históricas acabaron por desmoronar la tesis de la nota, como la de que los Zetas no tenían en ese momento un carácter de cartel en sí mismo, sino que eran brazo armado del cártel del Golfo quien en todo caso hubiera tenido la voz en la negociación.
El tercer acto ocurrió esta semana cuando el New York Times difundió un texto que refritea la información ya publicada por Golden y Anabel Hernández y agrega que las investigaciones contra gente cercana a López Obrador continuaron, pero tampoco muestra evidencia alguna y reconoce el cierre de la indagatoria.
En un acto poco ortodoxo, el presidente López Obrador ‘quemó’ el reportaje y contestó a través de la mañanera el cuestionario que había enviado una periodista de este diario para conocer la versión del presidente sobre lo que se publicaría.
Quién sabe si por la estrategia del presidente o por la inocuidad del texto, el hecho es que en este momento el tema de discusión no es el presunto nexo delictivo, sino la difusión del número telefónico de la periodista.
Cebada la bomba, el presidente ha logrado -al menos entre sus simpatizantes (mayoritarios según las encuestas)- se asuman estos hechos como ataques a su investidura y como una intromisión extranjera en el contexto de una nueva elección presidencial.
La victoria nunca es total ni permanente, y en política, hasta el último día de la vida hay peligro latente. Sin embargo, también es cierto que lo que no mata hace más fuerte, y en el estado de cosas actual, parece que el reportaje no ha hecho más que fortalecer el efecto teflón del presidente.