La ciudad Zacatecas en el final de milenio
Escribo ahora sobre la ciudad Zacatecas en el final de milenio: la que lloró el deceso de don Roberto Cabral del Hoyo, aquellos días en que nos levantábamos escuchando a El Oso Medina en Estéreo Plata y pagábamos un peso por subir al ruta once.
Los diarios eran tres: El Sol, Momento e Imagen. Los cafés más concurridos, dos: Zas y Acrópolis. También acababa de partir Federico Sescosse y muchos ciudadanos exigían su nombre para el bulevar López Portillo. Las ferias de septiembre llevaban más huaraches de carne asada y tortas de lechón junto al teatro del pueblo. Para entonces, Zacatecas había visto ya a un rey de España, Juan Carlos, y un presidente mexicano en el mismo coche, así como horas después a un García Márquez desafiando dogmas ortográficos.
Los universitarios vivíamos más pobres y felices: no teníamos teléfonos celulares pero sabíamos cooperarnos para los tacos de guisos que cerca de la entonces FCA (Facultad de Contaduría y Administración) preparaba el carnicero apodado Kachos. Cuando ni eso, compartíamos los envenenados o algunas gorditas de rajas con queso.
Las noches de lunes nos saludábamos en el Portal de Rosales. Los martes eran para vagar o adelantar tareas. Los miércoles íbamos a Salas 2000, en la orilla del bulevar, al dos por uno. Los jueves, después de escuchar a la Internacional Banda del Estado, permanecíamos en Plaza Goitia a reír con los payasos cobrones. A los de municipios sureños podían vernos los viernes, afuera del Tec Regional, pidiendo aventón.
Nuestra biblioteca estaba frente al vetusto Jardín Independencia: era la Mauricio Magdaleno, amplia, de entrada grande y con muchísimas mesas, testificando el trabajo de todos los atareados. Teníamos ciclos de cine ahí o con Gerardo Ávalos, en la UAZ. Aún se veían marchas de estudiantes (dos o tres con pasamontañas) apoyando al subcomandante Marcos, mentando la madre al ex presidente Carlos Salinas de Gortari, requiriendo víveres para llevar a los indígenas de la Selva Lacandona.
Las callejoneadas sonajeaban menos turistas y más emoción. No importaba no estar borracho: lo fundamental era mover los pies con los verdes ritmos empericados. El jarrito bien podía quedar como adorno, con su listón verde, rojo, dorado. La trova aún no se oficializaba: gracias al cielo, ser revolucionario no figuraba en los propósitos de los snobs. No había hipsters dándoselas de sabihondos. Las noches citadinas de Zacatecas eran un poco más largas: los patineteros se partían el peroné con más fuerza y los guitarristas nos colocábamos afuera del teatro Calderón, sobre las escalinatas.
Para eventos literarios, donde la librería Andrea del poeta Sampedro; de teatro, donde Alberto Huerta. Radio Zacatecas transmitía desde una gran casona en la plazuela de Yanguas; el grupo Zer, arriba de las capillas funerarias. Ya no encuentro al hombre de papel, el que vendía origami y se contoneaba al ritmo de la música sobre la Plaza de Armas durante el Festival Cultural. Infructuosamente busco a mis conocidos en el babel de la que fuera la calle Ventura Salazar, la calle donde todos topábamos con todos y que ahora quedó absorbida por una plancha de concreto llamada Bicentenario.
Siento que he perdido más que eso. Ya no me gozo tirando horas en el Callejón Tenorio o de la Plata. Ya no tengo guitarra para cantar a las gachís y gachós, amigos de los taurinos Enríquez, en la plazuela Genaro Codina o Bordadora. Ya no me extasío frente al vigor de La Bufa desde una banqueta en Alma Obrera, al lado de una veinteañera bella que me inste a ser yo mismo.
Hoy abundan en esa bizarra capital de mi estado coloridos comercios de franquicias, cibercafés, antros, expendios de discos y videos. No puedo aferrarme a ese río. Camino intensamente, subo y bajo callejones; salgo de casa y comienzo de nuevo: Guadalajarita, Rebote de Barbosa, Tanquecito, Mono Prieto, Primera de Mayo, Aguascalientes, Tacuba, Juárez, Hidalgo… Llego a La Pinta y subo. Pregunto otra vez al Cristo, en el Templo de Jesús, si no hice mal en desterrarme. Ni mal ni bien, dice el silencio de Mexicapan.
Que veinte años no es nada… Ay, Gardel, si te dieras cuenta: hablo de la capital zacatecana que desapareció en menos tiempo.