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jueves, 25 abril, 2024
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El bautismo de Eulalia

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Por: ADSO EDUARDO GUTIÉRREZ ESPINOZA* •

Eulalia nació bien y sin complicaciones, con el peso y la estatura ideal. Una bebé sana. Sus padres, Juan Carlos y Rosa María, son amigos de años de mis padres. Se conocieron en algún momento de su pasado, anterior a mi nacimiento. Quizás en el instituto. Ellos habían hecho una apuesta, quien se embarazaba primero debía invitar unas órdenes de tacos con don Gil. A Rosa le encantaban esos tacos, en especial los de tripas, a pesar de que se rumoraba que unos comensales descubrieron entre la carne y la verdurita picada los cuerpos fritos de cucarachas. Crujiente y con un sabor picante. Rosa María no creía en los rumores, demasiados mezquinos.

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Unos días posteriores a su nacimiento, Eulalia fue llevada a la iglesia para ser bautizada. Su crimen, el pecado original de los primeros padres. Ese día, sus padres, los biológicos, le compraron un hermoso vestido blanco, con encajes e hilos y botones de color plata. La niña aún tenía una pelusa en su cabeza y un fuerte olor a bebé. Su padrino, Jesús Manuel, amigo de la infancia de su padre, le compró una vela con símbolos religiosos grabados, como si fueran tatuajes. También, la concha y la toalla. Todo blanco y elegante. La esposa de Jesús, Carolina, le compró una medalla de oro, con la virgen al frente y san Benito por detrás. Los padrinos estaban encantados por ser seleccionados. Era un honor.

Jesús Manuel tuvo uno, Javier, que lo tomó como un hijo. Le procuraba todo, desde apoyos económicos para sus primeros estudios hasta conversaciones gratas. Por tanto, Jesús se comprometió con sus amigos a ser parte de este proyecto. En cambio, Carolina no lo veía así. Un gasto más, excesivo, creía que los niños, en particular los bebés, jamás le darían el valor al patrocinio. Un bebé nunca podía vivir con independencia. Carolina pensaba, con justa razón, que los bebés dependían de los adultos por sobrevivencia. Además, un bebé no servía para nada. Solo dormían, lloraban y defecaban. Nada nuevo. En realidad, ella no quería saber nada de ser madre. Por eso, desde joven, se ligó las trompas y fingió que su esterilidad era natural. Jesús Manuel se tragó el cuento de la mujer estéril. Lloró tanto como ella, creyó que tener una ahijada podrían ser, al menos, padres simbólicos.

Juan Carlos y Rosa María, por otro lado, esperaban emocionados a su hija. Rosa María le entusiasmaba la crianza. Era probable que hallaría en Eulalia una cómplice. Ir a las plazas para comprar ropa y maquillaje, ver comedias románticas y conversar sobre los cantantes de moda. Cosas de chicas. Cuando niña, Rosa María perdió a su madre y su padre se hizo cargo de la crianza. No era mal padre, solo descuidado en ciertos aspectos. Si hubiera sido un niño, Rosa María no sabría qué hacer. Una casa de varones. Juan Carlos veía una oportunidad para preservar su legado. La sangre era relevante. No le importaba el sexo del bebé, finalmente compartiría sus genes con Eulalia. Feo nombre para una bebé. Juan Carlos quiso llamarle Eugenia, como su tía la enfermera, pero Rosa María insistió en ese nombre. Así se llamaba su madre. Los nombres también se heredaban. Él no le pareció llamar a su hija como a una muerta.

Juan Carlos miró al sacerdote y luego al altar, que en la cima había una estatua de la virgen de Fátima. Miró su sotana con los colores de Pascua. El sacerdote pidió que la vela se encendiera. Jesús Manuel la encendió y Carolina pensó que esta parafernalia no era importante para su vida. Rosa María quiso contener la emoción. Eulalia miró al altar. Ella se perdió en los cielos de color pastel.

La virgen sonrió y Eulalia rió. Los demás la ignoraron. Cosas de bebés. Se escuchó un crujido. El vestido de la virgen se ensució con polvo de cerámica. Sus articulaciones crujieron, su cabello se movió. La virgen levantó sus manos para acomodarse la corona de oro. Era pesada. Demasiado lujo. Miró a los feligreses y bajó de un salto.

Todos la miraban. El sacerdote se desmayó. Las más viejas se persignaron. Hubo una que otra que comenzó a llorar. Los niños se asustaron y se escondieron entre las ropas de sus madres. Los varones se paralizaron. La virgen los miró y salió de la iglesia. Jesús Manuel se paralizó del miedo, su esposa solo la miraba expectante. Juan Carlos auxilió al sacerdote. Rosa María se mantuvo inmóvil con su hija en brazos. Eulalia no paró de reír.

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