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viernes, 29 marzo, 2024
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La abolición de la verdad

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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO FLORES •

Sin un grupo, desde la soledad natural de todo individuo, no se puede hacer política. Esta consiste de hacerse de los medios sociales para impulsar cambios definidos desde una ideología. La manera de lograrlo, en las sociedades democráticas contemporáneas, es a través del voto en elecciones competidas. De este modo, según datos de Mainwaring y Pérez Liñán (“Democracias y dictaduras en América Latina” FCE 2019) en 1977 un 12 % de la población total de Hispanoamérica vivía bajo regímenes competitivos, pero en 2006 esa cifra fue de 97%. Es decir, la democracia, si por esto se entiende un régimen competitivo de partidos con elecciones periódicas, se vuelve el método más usado tomar decisiones políticas. Concomitantemente se torna decisivo mantener la libertad de asociación entre los individuos, porque de otro modo su participación en la vida pública quedaría cancelada.

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Dadas estas condiciones las reflexiones políticas giran en torno al sistema de partidos, las posibilidades de incrementar las libertades individuales, las constricciones institucionales, el paradójico destino de la justicia. Y los temores toman la forma de dictaduras, totalitarismos, supresión de garantías, abolición de partidos políticos. ¿Resulta impertinente, dentro del ambiente intelectual descrito, una propuesta para desaparecer los partidos políticos? ¿no es acaso un ataque directo a la más sagrada institución de la democracia? Quizá sea considerada, desde la visión del político pragmático, una tontería, una nada o un archipiélago inadmisible de palabrería. Sin embargo, la reflexión filosófica se quiere intempestiva, fuera de tono y radical. Aunque a veces sea apenas una retahíla de imposibles. Según parece, entre enero y agosto de 1943(murió de desnutrición el 24 de agosto del año referido) en Londres, Simone Weil decidió lanzar un panfleto contra los partidos políticos, a los que consideró un mal innecesario. Su texto “Note sur la suppression générale des partiespolitiques” se puede encontrar en todos los idiomas europeos. Aparecerá, en edición crítica, en el último volumen de las “Oeuvres complétes” de Simone Weil editadas para Gallimard por Florence de Lussy (según los datos de Simon Levy en su traducción para New York Review Books) ¿Por qué asumió Weil la necesidad de aniquilar de la faz de la Tierra los partidos políticos? Hemos dicho ya que son el medio de participación de los ciudadanos en la vida pública, por ende, la vía para la transformación social.

Sus bondades parecen, de acuerdo a los publicistas de nuestro tiempo, indudables. Primero, nos dice Weil, la democracia es un medio para conseguir el bien social, no un fin en sí misma. Segundo, la única garantía de que por ese medio se llega al bien social reside en una tesis de Rousseau, aquella que concibe a la voluntad general como el resultado de una supresión de las pasiones en favor de la razón. Si esto no es así, entonces la voluntad general no es de ninguna manera superior a la voluntad de cualquier individuo dominado por sus contingentes humores.

Weil sostiene que son dos las condiciones para la generación de una auténtica voluntad popular: por un lado, la ausencia de pasiones colectivas y por otro que esa voluntad sea acerca de problemas públicos específicos, no únicamente acerca de los líderes que han de dirigirlos. A la vista de estas condiciones, arguye que los partidos políticos están constitutivamente incapacitados para lograr establecerlas porque, para ella, estas organizaciones tienen tres, y no más que tres, objetivos generales: agitar las pasiones de la masa, coaccionar la opinión de sus miembros de acuerdo a una línea definida por los líderes y crecer sin límites en busca del poder absoluto ¿Se equivoca Weil? ¿Dónde queda la ideología declarada por los partidos, su “primero los pobres”? No existe, es la respuesta de Weil: los partidos carecen de ideología, son máquinas de producción del mal social. Están irrevocablemente alejados de la verdad y el bien, por tanto, carecen de legitimidad. De hecho, Weil traza una línea directa entre cualquier partido político y el totalitarismo. Todo partido busca el poder para servir al bien público. Una vez que lo tiene nota, debido a su carencia de capacidad intelectual, que no puede hacer lo que pretendía. Por tanto, busca más poder porque una limitación intelectual, una falta de atención, la confunde con insuficiencia de poder. He ahí la tendencia al poder absoluto, al totalitarismo. Dice Weil: “toda realidad necesariamente implica un límite, pero lo que carece de existencia no encuentra ninguna forma de limitación. Por esto existe una gran afinidad entre el totalitarismo y la mendacidad”. Sin duda los partidos europeos de mediados del siglo XX podían caracterizarse por su megalomanía, no así los nuevos organismos de las democracias occidentales, auténticos baluartes de la libertad de pensamiento y educación del pueblo. El problema real de Weil es su exceso de celo por la verdad, leer su panfleto es toparse con frases como “la verdad una”, “la verdad es un fin en sí mismo”, indicativo de su ignorancia de las reflexiones posmodernas: la verdad no existe, y si existe no es una. Desde la creencia en la verdad y Dios resultan execrables los partidos políticos, pero el posmodernismo abolió a Dios y la verdad, vindicando las democracias realmente existentes.

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