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jueves, 18 abril, 2024
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Encauzar la polarización

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Por: Agustín Basave •

No sé si lo haya en otro lado, pero en México no hay paraíso perdido. No existe una época en el pasado mexicano, en términos de prosperidad y bienestar social, a la que debamos nostalgia y anhelo de retorno. La célebre, certera y dolorosa sentencia de Humboldt de que México es el país de la desigualdad sigue vigente hoy, dos siglos después de haber sido escrita. Y a ese abismo entre ricos y pobres enraizado en nuestra historia y a la lacerante y tristemente emblemática injusticia mexicana recurren los intelectuales orgánicos del lopezobradorismo para refutar el señalamiento de que el presidente López Obrador polariza a nuestra sociedad: la polarización no proviene de AMLO, argumentan, sino de la realidad.

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Sí y no. Tienen razón en el sentido de que hay dos Méxicos y de que no fue AMLO quien los creó, pero la cuestión es otra: ¿qué hacer ante semejante iniquidad? ¿Ocultarla o disfrazarla (como hacía el régimen del partido hegemónico, por cierto desde antes de 1982), agudizar las contradicciones (como se promueve desde una vertiente de la 4T) o reconocerla y, sin apelar al odio, crear conciencia en los mexicanos del imperativo de contrarrestarla (como haría una cuarta socialdemocracia)?

La diatriba nuestra de cada día contra “los conservadores” (el cajón de sastre conceptual donde AMLO mete a empellones todo aquel que discrepa de él) implica optar por la segunda y no por la tercera vía. El problema es que al presidente parece moverlo una lógica cortoplacista que soslaya el hecho de que cuando el universo se divide tajantemente entre ángeles y demonios no hay conciliación: hay guerra.

Atizar la lucha de clases puede ser el objetivo de algunos dirigentes de la 4T, pero el de AMLO es menos epopéyico: ganar las elecciones. Él sabe que debe movilizar a su voto duro y que sin su discurso radical, polarizador, lo desmovilizaría. Adoptar un tono conciliador le haría perder parte de su base social y con ella el mando de Morena y aliados. En esta coyuntura está más cerca del populismo que del marxismo: si actuara como estadista y gobernara para todos, sin pugnas innecesarias, debilitaría su capacidad de fijar la agenda electoral y mantenerse en el poder.
Por eso, de cara a 2021, AMLO no sólo continuará, sino que reforzará su narrativa binaria y beligerante. Impedir que le arrebaten el control en la Cámara de Diputados (y del presupuesto) y ganar dominio territorial con varias gubernaturas son, en ese orden, sus prioridades. Se acerca la gran batalla y cada día sonarán con más fuerza los tambores.

En este contexto se inscribe la alianza opositora. Reitero lo que dije aquí: lejos de desear la coalición de sus contrincantes para imprimir su visión maniquea en el electorado (sus partidarios ya la tienen tatuada y hay muy pocos indecisos), AMLO la teme, y sus catilinarias pretenden crear anticuerpos al aliancismo, particularmente entre los panistas (cotéjese el lenguaje verbal de AMLO, cuando se dice feliz de que se hayan aliado en su contra, con su lenguaje corporal de molestia y preocupación).

Yo me pronuncié a favor de una coalición, pero la que sugerí excluía a “partidos de falsa oposición que se mueven sibilinamente en la órbita presidencial”. En otras palabras, por razones morales y porque su dirigencia no es realmente opositora, yo no incluiría al PRI (me refiero al instituto político, no a priistas individualmente respetables). Creo, pues, que a la alianza anunciada le sobra un partido (y le falta otro). Pero en fin, en gustos (y en principios, estrategias y tácticas) se rompen géneros.

Permítaseme una nota personal. Yo no participo en la construcción de la coalición pues desde hace dos años, cuando renuncié al PRD, decidí dejar la política militante. Digo “militante” porque se puede hacer política en su sentido amplio en muchos frentes, incluidos el periodismo y la intelectualidad.

Cierto, hay una gran diferencia: la toma de postura de un opinador o un “abajofirmante” sólo alcanza a sus lectores, mientras que la de un dirigente partidista llega a las boletas electorales y a menudo cambia, para bien o para mal, la correlación de fuerzas real. Pero a quienes me acusan de ver los toros desde la barrera y quedarme en la silbatina les digo que ya pagué mi cuota de militancia activa con más desgaste físico que goce y tengo derecho a ejercer el compromiso con mi país desde la trinchera teórica. Si bien sé, porque he estado en ambos lados del mostrador, que es más fácil criticar que hacer (tal vez en su momento asumí la ética de la responsabilidad, en términos weberianos, y ahora asumo la ética de la convicción), también sé que sin crítica no hay acción buena y fecunda, y que hoy les toca a otros con más vocación que yo hacerse cargo de la praxis.

Vuelvo al tema: AMLO polariza para nutrir su autoritarismo. A los poderosos instrumentos constitucionales y metaconstitucionales que tiene cualquier presidente de México para imponer su voluntad él añade otro: su popularidad. La suya es una figura de culto con una larga cauda (es, a fin de cuentas, un caudillo) que no forjó ni conserva gratuitamente; cultiva a sus seguidores con el talante de rebeldía que lo llevó a la cúspide del poder. Quienes claman por el fin de la polarización obradorista le piden peras al olmo. Siempre es difícil encontrar una decisión de AMLO que no tenga cálculos electorales, y más en la víspera de las elecciones en que se juega su gobierno. Ante una polarización irreversible, a la oposición no le queda más que encauzarla. Y el primer paso es presentar candidatos éticamente presentables.

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