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jueves, 28 marzo, 2024
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La cucaracha: Ian McEwan

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

Acá en México habría sido una rata gigantesca. De eso no me queda la menor duda. Es más: me la imagino despertando en su cama cubierto de dólares y abriendo las puertas de palacio nacional. Pero los europeos tienen detalles así. Y de entre las ratas y las cucarachas optan, quizás, por los más repugnantes. Además de que, según se ha dicho, se trata de un coqueteo literario que hace Ian McEwan con Franz Kafka y su famosísima y choteada metamorfosis.

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Pero no se confundan ni se vayan con la finta: la historia que nos cuenta Ian McEwan es totalmente distinta a la terrible y despiadada de Gregor Samsa. Aunque ahora que lo escribo y que lo reflexiono me lo pienso un poco mejor. ¿Totalmente distinta? Quizás no están tan alejadas, a fin de cuentas, los trasfondos de las dos historias. Solo que ahí donde Kafka ve el trato autoritario y burocrático en contra de un individuo, Ian McEwan ridiculiza a una clase política europea después de señalar cómo esa misma clase política europea ha tratado autoritariamente a sus ciudadanos y continúa faltándoles el respeto. Eso: lo de ridiculizar a una clase política por completo. Es un muy buen primer punto de “La cucaracha” (Anagrama 2020).

Despiertas, estiras los brazos, bostezas y te das cuenta que algo no anda bien ese día: eres una maldita cucaracha. Es el comienzo de la historia. Es el coqueteo literario con Kafka. Sin embargo, a diferencia de “La metamorfosis”, en “La cucaracha” no es un hecho extraordinario tal transformación, de entrada. Aunque a Jim Sams (una persona que Ian McEwan describe como “inteligente, pero de ningún modo profundo”) le cuesta aceptarlo, conforme se mueve, conforme se adapta a esa nueva corporalidad, se acostumbra, se siente hasta un poco orgulloso de esa nueva identidad, vamos, pasa uno que otro apuro, pero, nada más allá de lo “normal”, como cuando se sorprende al ver su rostro en el espejo y no reconocer al mismo Jim Sams de antes, tan acostumbrado a él, sino a ese rostro suyo (tan bien descrito por McEwan) de una cucaracha que ahora también se reconoce en el espejo.

Sí, Jim Sams, piensa que se trata de un mal día tras aceptar, primero, que le cuesta un trabajo inmenso moverse, que ese cuerpo, que ahora es el suyo, es demasiado estorboso, que maldita sea la hora en que ni siquiera le incluían las instrucciones de uso porque todo lo que aprende lo hace sobre la marcha, pero, y aquí uno de los puntos destacables del trabajo narrativo de McEwan, no de la manera trágica que uno esperaría de un hombre que una mañana amanece transformado en una cucaracha sino con mucho humor, cierto grado de estoicismo y una dosis de normalidad que de entrada advierte al lector que la novela no va por ese lado, el de la historia de la transformación de un hombre en cucaracha.

Viene lo bueno en una novela breve que se lee de una sentada: ni modo. Tras tantos vericuetos por toda la casa, Jim Sams debe salir rumbo al trabajo. Por cierto, Jim Sams es nada más y nada menos que el primer ministro en un Reino Unido que se encuentra en serios problemas políticos, así que el deber llama y acude a una sesión al Palacio de Westminster no sin antes sortear los obstáculos propios en la vida de una cucaracha: busca restos de comida en la basura, se tropieza cuando intenta avanzar de prisa, se levanta y, apenas lo hace, y tiene que esquivar los tremendos pisotones de los que puede ser víctima si se descuida. Jim Sams lo acepta: quizás las cucarachas sobrevivan a un desastre nuclear, y hasta uno político, pero ser cucaracha, vivir como una cucaracha, no es nada sencillo.

El recurso de la “transformación” le sirve a McEwan para satirizar a una clase política europea que no parece ponerse de acuerdo en nada que no sea joder a sus ciudadanos. Cuando Jim Sams por fin llega al Palacio de Westminster debe enfrentar algunas de las más ridículas situaciones en manos de personajes realmente caricaturescos. Si el pretexto de la “transformación” es un recurso que McEwan tomó prestado de Franz Kafka, me queda claro que el humor que permea toda la novela (no se la pueden perder, por favor) no lo tomó prestado del escritor de Praga sino más bien de algunos aires de los escritores ingleses menos serios. Me queda claro, por ejemplo, que Chesterton, habría disfrutado mucho la lectura de “La cucaracha”, aunque no me queda claro si hubiese aprobado la posición tan suave en que coloca a los políticos McEwan.

En “La cucaracha” todo lo que ocurre es razonablemente disparatado y, sin embargo, cuando nos adentramos más en cada una de las situaciones, historias, cuando sabemos que se trata de política, pero que, aunque se trate de una sátira, McEwan no está tan alejado de la realidad, nos quedamos un poco helados cuando aterrizamos en el desenlace y nos preguntamos si esa es la clase política que realmente nos merecemos no ya como país o continente sino como humanidad. ■

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