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sábado, 20 abril, 2024
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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO FLORES •

La teoría y crítica literarias inspiradas en el marxismo forman, si hemos de creerle a Bakhtin y su alter ego Voloshinov, un capítulo del estudio de las ideologías. Esto es natural porque el arte, aparte de condensar emociones, posee una racionalidad propia que debe ser desentrañada desde construcciones conceptuales precisas. El origen de esta posición se puede trazar a discusiones de Marx y Engelsacerca del papel de la obra de arte en el proceso de transformación de la sociedad. Su continuación natural está en el “marxismo occidental” que se configura en la obra de Bertholt Brecht, György Lukács, Theodor Adorno, Max Horkheimer y Walter Benjamin hacia mediados del siglo XX.

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Un programa elemental para la teoría y crítica marxistas lo ofrece Engels en carta a la escritora inglesa Margaret Harkness, donde no duda en condenar las novelas tendenciosas y sostener que: “Lo más ocultas que queden las opiniones del autor, mucho mejor será la obra”, porque un buen creador “realista”, como Balzac, no oculta lo que ve, aunque eso implique condenar a la clase social con la que simpatiza: “Que Balzac fue compelido (por la realidad misma) a ir contra sus simpatías de clase y prejuicios políticos, que él vio la necesidad de la caída de los nobles –sus favoritos- y los describió como gente que no merecía mejor destino; y que encontró, además, a los reales habitantes del futuro donde, en su tiempo, era el único lugar donde podían ser hallados; eso es lo que considero uno de los grandes triunfos del realismo, y una gloriosa característica de Balzac” (Lee Baxandall, Stefan Morawski“Marx Engels on Literature and Art” International General, NY, pp. 115-116).

En principio, el arte permite obtener una visión compleja, a veces sutil, del conjunto de contradicciones, ironías y macabras perspectivas presentes en, y abiertas por, un momento histórico. Tiene el arte, en particular el del pasado, una función en el presente que Marx esboza en las primeras páginas de “El dieciocho brumario de Luis Bonaparte”: es el acompañante, a veces involuntario, de los cambios históricos: Cromwell, dice Marx, buscó en el Antiguo testamento las pasiones, ilusiones y el lenguaje para completar su revolución burguesa, por su parte Saint-Just y Robespierre se vistieron de romanos y profirieron abundantes latinismos con el objetivo de elevar al poder a su propia burguesía. Tales apropiaciones tuvieron un fin: “la resurrección de los muertos servía para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro”.

Sin embargo, en alusión a Luis Bonaparte, “la revolución del XIX no pude sacar su poesía del pasado, sino sólo del porvenir”. Al parecer las revoluciones burguesas conocían muy bien el triunfo, mientras las proletarias daban tumbos y encumbraban payasos, capaces de echar atrás cualquier avance y sumir a millones de almas en la más cruda necesidad porque, en fin, de acuerdo a Marx, las obligaciones de Luis Bonaparte para con todos sus representados (campesinos, pueblo, alta burocracia, burguesía), desgarraron la economía: “Bonaparte quisiera aparecer como el bienhechor patriarcal de todas las clases. Pero no puede dar nada a una sin quitárselo a otra”. Semejante situación se sostenía en la ideología, la constante agitación caótica domeñada con discursos a la nación. Así, lo que en las revoluciones burguesas aparecía como recuerdo de epopeyas griegas, en las pseudorevoluciones proletarias aparecía bajo el manto de la comedia. Con el advenimiento de los gobiernos fascistas, el arte se aliena. Marinettipromulgó: “la guerra es bella porque, gracias a las máscaras de gas, así como al terrorismo megáfono, a las tanquetas y a los lanzallamas, instaura la soberanía de lo humano sobre la maquina totalmente subyugada”, mientras que Benjaminaducía que las crisis del desempleo y la sobreproducción no tenía más solución que la guerra, el embellecimiento proveído por los futuristas era el culmen de la enajenación: “su alienación autoinducida alcanza así aquel grado en que vive su propia destrucción cual goce estético de primera clase”.

Los ejemplos previos ilustran la relación que encontró el formalismo ruso, en su fase bakhtiniana, entre el arte y la sociedad: impulsor de “falsas conciencias”, detractor de la burguesía, parte ineludible de la explicación marxista del momento histórico. Podemos extraer ciertos índices cualitativos de lo ya dicho, signos de la presencia de un cambio de fondo que no beneficiará a las mayorías. Si es notoria la presencia de una crisis (un índice numérico está en: Jonathan Heath “La maldición de las crisis sexenales” Grupo Editorial Iberoamérica (2000), México) manifiesta en: desempleo, recesión económica, crimen incontrolado, corrupción (una imagen de Italia o Alemania en los 1920), junto a la presencia de pérdida paulatina de libertades (de prensa, de asociación, de jubilación, supresión del habeas corpus), así como una población enajenada, incapaz de notar su condición y jubilosa de autoinmolarse, embrutecida por discursos cotidianos que enumeren las bondades de la renuncia y el desapego a lo material…”. La lucha de clases,…, es una lucha por las cosas burdas y materiales, sin las cuales no habrá las espirituales y refinadas”. ■

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